Jueves, momento de viajar.
Y con los viajes viene el estrés, la rabia, y el “no eches pa trás el asiento que ya no me entran ni las piernas”.
Y por eso más que nunca me pongo a mirar el mundo desde fuera de mi ventana (a veces me gusta hacerlo pero no demasiado a menudo) para ver cómo es que nos movemos y nos enfadamos mientras vamos en coche, vamos en tren, y sobretodo, sobretodo, mientras vamos en avión.
Entonces no voy a enumerar todo lo dicho en los “No espacios” que escribió alguien como si me hubiera leído el pensamiento respecto a mi odio por los aeropuertos. Porque las ganas de montar un pollo se multiplican cada vez que paso por uno, y en cualquiera de las veces en los que soy un caja de amazon sin las botas puestas y con todo lo que cabe en mi mochila fuera de ella cada vez que alguien necesita comprobar la seguridad de todos los viajantes.
En lo que me voy a centrar es en una semilla que nunca pensé que se instalaría en mi cerebro. Una semilla que he evitado en todos estos años considerando que algunas de las cosas que he oído en mi casa y durante mi educación eran algo machistas, incluso viniendo de las matriarcas de la familia. Y por eso te acostumbras a ciertos razonamientos, automatizas ciertas frases que escuchas mientras apagas la lucecita que en tu interior se enciende diciendo “micromachismo en el aire, vaya, acabas de decirlo tú también. Vaya, serías capaz de aceptarlo sin muchos problemas.” Eso era así, a pesar de todos los cretinos de mi vida con los que he experimentado la disminución de lo que yo era a nivel emotivo, físico y de carácter, haciendo que mi personalidad tuviera que desarrollarse deprisa y corriendo después de los dieciocho. Eso, a pesar de todo aquello, mi actitud hacia la vida, hacia la consideración de mi vida, era arquetípicamente machista. Porque ¿qué feminista hubiera tragado la píldora de vivir en un sitio que no le pertenece sólo por estar cerca de la persona que ama, considerando su desarrollo social y laboral practicamente muerto desde entonces? ¿O quién hubiera aceptado tres años de ser mantenida por tu pareja, mientras te entrenas en tus facultades de cocina y lavadoras, esperando que el futuro sea algo más prometedor que hasta entonces? Bien. La situación era clara, y yo nadaba como un pez casi cómodo en esa pecera.
Afortunadamente el 2018 trajo consigo un cambio de rasante en todo lo que había establecido y con mucha fatiga había aceptado como permanente. Y afortunadamente fue así, aunque costó casi una depresión. Desperté de un letargo en el que me mecía, enamorada y satisfecha, con un poquito de rabia sana que me hizo cambiar las cosas de una vez por todas. Y eso fue fantástico. Porque la semilla creció y de repente todos mis sospechas fueron infundadas.
Desde que mi parte social y laboral se ha completado en el giro de dos meses dandome un sueldo, un trabajo que me enriquece y una comunidad de gente esparcida por el mundo, interesante, respetuosa, y parecida a mí de algún modo u otro, me siento una persona con una nueva energía. Y siento que la Irene que se había diluído en alguna parte ha vuelto a controlar todas sus piezas, bien enganchadas y conectadas con la mente y el corazón. Y en todo esto mi pareja demostró que la semilla de su cerebro era más grande que la mía. Me lo encontré a mi lado, en la lucha, demostrandome el feminismo que nunca será consciente de poseer. Apoyando mi decisión y motivandome a seguir cuando yo no creía en ella, y durante el resto del tiempo, cocinando, poniendo lavadoras, lavando el baño y tendiendo después de sus 9 horas de trabajo.
Así que todas is decisiones desbocadas, elegidas con el corazón y sin ningun tipo de sentido lógico, llegaban a un equilibro que complementaba todo mi camino con el de otra persona, considerándolo el mismo sin perder la identidad y la autonomía que me pertenece. Una autonomía que me hace, ahora, sentirme completa, tener tonalidades distintas. Y sentirme fuerte.
Todo esto no habría sido posible sin el feminismo. Porque ahora la semilla está creciendo gracias a la comunidad de mujeres que confía en mí y me regala su tiempo y sus experiencias. Mujeres fuertes, que no ven las otras mujeres como el enemigo, la comparación, o el desafío para cazar la presa más codiciada. Que ven el trabajo conjunto como el único modo para mantener nuestra identidad, sin dañarnos. Sin andar a la gresca, con el ojo avizor y los labios fruncidos.
Lamentablemente, yo vivo en el culo del mundo. Donde el feminismo vive sólo en mi casa, con Stefano y conmigo que lo construimos. Por eso tantas veces evito salir del mundo que me he creado. Por eso también odio los aeropuertos. Porque se ve de todo. Y no solo en la fila para entrar en el avión siento la mirada de las mujeres, la incógnita y la reprobación cuando ven la ausencia de maquillaje, mis primeras canas sin teñir y mi ropa que no es de marca. El mundo no es cosmopolítca y urbano. La mayoría del mundo es este mundo. Despectivo y deshumano, sobre todo las mujeres entre ellas. He trabajado con mujeres y hombres y en cada trabajo rodeada de chicos me ha ido mejor. De los equipos de mujeres he salido despavorida, alimentando comentarios machistas pero desgraciadamente ciertos como “es imposible trabajar o relacionarse con mujeres”. Y ya está bien. Así siguen las cosas también por culpa nuestra. Porque no pueden poner el haghtag metoo y seguir mirando por encima del hombro. No puedes sostener las bases de la sociedad calabresa en el hombre paga y la mujer se maquilla (podrían quemarme por decir esto pero creo que después de casi 5 años aquí puedo establecer ideas sabiendo de lo que hablo). La mayoría del mundo necesita aún el feminismo. La mayoría de las mujeres necesitan ser mujeres feministas. Y por eso, después de la negación constante, ahora me estoy educando cada vez que un pensamiento despectivo inunde mi cabeza, cuando la mujer de turno, con tanto de leopardo y bolsa de gucci, me dedique una de sus miradas lastimosas. O la próxima vez que me pidan que me maquille un poco para parecer más femenina. He pasado los últimos dos meses con la depiladora estropeada y os puedo jurar que la comicidad entre mis piernas y las de mi chico ha sido más motivo de risa que de asco. Porque, al fin y al cabo, el pelo es lo que nos hace mujeres adultas, y no niñas. Pero de eso ya hablaremos otro día.