Dirty, noise, ants in the bathroom

Dirty, noise, ants in the bathroom

Esta persona que véis aquí no tiene mucho que ver con la que escribe.

Pero es la misma que la que escribe.

A veces me pregunto cómo voy a ser cuando tenga 35, 45, o 70 años.

Estoy segura de que voy a seguir cambiando, y esto me llena de emoción. Porque quiero vivir para verlo, para ver los cambios que el viento, el sol y la lluvia tienen reservados en forma de arrugas en mi cara, y también esa confianza ciega en que la Irene del medio siglo va a llevar una maleta llena de herramientas, objetos y souvenirs. Llena hasta los topes, con tanto extra de peso en Ryanair. Y va a ser increíble cuando llegue a ese momento. También va a ser increíble el camino.

Por eso la serenidad es importante. Desde esa imagen hasta mi presente han pasado 6 años durísimos con un trabajo personal para conseguirla. Creo que estoy en un buen punto. Al mismo tiempo, me encanta que también la que era en el pasado me enseñe algo.

En ese momento, pongámonos en el 2013. Padova. En realidad, Malta. Dirty, noise, ants in the bathroom. Los comentarios de booking como definición de nuestra propia vida. Y era realmente así, algo caótico y colorido lleno de reflejos de mar en la piel más blanca que he tenido nunca (todo gracias a la Pianura Padana y su clima de nieve hasta Mayo). Mi imagen, mi concepción sobre la vida que llevaba, aquí alcanzó su punto más alto. Tenía tanta confianza en mi presente y mi futuro, fue el momento en el que más me dediqué a soñar. Y mis sueños eran mucho más normales que mis aventuras italianas. El surrealismo al que dediqué mi vida me hizo tan fuerte que ahora me pregunto cómo fue capaz de pasar por tantas situaciones sin venirme abajo (nota mental, Irene del presente, ¿te dejaste el optimismo en el norte del país?). Igualmente, esa chica estaba confiada, aunque aún no sabía quien era, tenía seguridad, aunque aún no sabía lo que quería, y soñaba a lo grande, aunque no tenía nada que hubiera hecho por si misma.

En perspectiva, eso es genial. Cojo lo mejor de ella y lo mejor de mí ahora y hago un cóctel explosivo. Aquí entra tambien el Body Positive, mi estrenado brand new pragmatismo, mis ganas de sentirme como ella en ese barco lleno de viento, pero con las condiciones mezcladas de paz interior que ahí me faltaban.

Coger perspectiva, y carrerilla. Esa es la clave. Por eso preparo para mia alumnos las diferencias entre el presente, el indefinido y el futuro. Porque todo vale, Porque todo sirve. Porque es fundamental.

La historia del perro atropellado en la carretera.

La historia del perro atropellado en la carretera.

Todo lo que supone el 2018 está llevando consigo una carga emocional para nada indiferente. Pero también hablan mis músculos, contracturados en la lucha que genera no pararse por ningún motivo. De todo lo que recapitulo en un verano que espero que se aleje pronto, encuentro el esfuerzo que llega a pequeñas conclusiones, pequeñas victorias, que por otro lado el cansancio hace que queden en poco con mi cerebro aguado de no usarlo lo suficiente.

Todo lo que decido empieza siempre como una lavadora que centrifuga, y que, sobrecargada y caliente, deja paso a una acción que pueda salvarla. De todo esto antes me quedaban las cicatrices, los recuerdos de alguna locura, y lugares llenos de piedra, canales y bibliotecas. Ahora todo ha dejado paso a los elementos naturales, que suelen ser ostiles, aunque bellos.

Del hacer para no pensar: una espalda rota, y un perro desintegrándose en la carretera.

El perro debió de morir atropellado unos días antes de Ferragosto, y cada vez que pasaba la curva del río Neto, antes de recorrer los mil metros de altitud y 50 km que separaban la playa de la montaña, mi casa del lugar donde había decidido dejarme las pestañas, lo veía. Los primeros días tieso, con las patas duras, la expresión andada. Al inicio de septiembre era ya medio perro deshecho como una tarta dejada al sol demasiado tiempo.

Igual los esfuerzos. La fatiga, esa de verdad, que te rompe los filamentos musculares, que te eleva la tensión hasta hacerla una cuerda tensa de violín, con el peligro de saltar tu misma sobre tus propias ansiedades. Todos los sentimientos encontrados entre el vuelo de los pájaros entre los árboles y los moratones y cortes en las piernas me hacían sentir viva y muerta al mismo tiempo, atropellada por algun camión de todas las circunstancias a las que yo misma había decidido destinarme. Una montaña de árboles, de piedras, de tierra. Una montaña difícil de escalar, un gimnasio para mis defectos y mi impaciencia, mi manía de control, mi querer saber lo que hay más adelante.

De todo eso he aprendido, mientras he visto la carretera todos los dias desde entonces, mirando siempre hacia mi derecha para morbosamente notar los cambios en la desaparición del perro. Para no dejarme desaparecer en ninguna circunstancia, a pesar de todos los camiones que parecían pasarme por encima, o adelantarme. Me he contado esta historia cada mañana sin tener el tiempo de escribirla. Sin tener el tiempo de reconocer que en estos años estaba creando partes de mí que serían más de mí misma que las de antes, pero con el mismo miedo de perderme. Sin saber que yo seguía aquí dentro, pero otra.

He podido rescatar del olvido mi Ipod viejo para todos los viajes al trabajo de mil metros de altura, y todos me contaban cuentos casi olvidados, con una música demasiado estridente, demasiado desordenada. El 90 % de mis gustos musicales tirados a la basura, las canciones que quedan ligadas perennemente a recuerdos de situaciones que parecen otra vida. ¿He cambiado de país o de líneas de trazado?

A veces soy un perro atropellado en la cuneta de una carretera. Intento verme en los espejos que me definían cuando yo aún no era yo entera. Trato de imaginar mi vida sin las circunstancias que inevitablemente me han dado la forma de mis 26 años. Pido mas de mí que mí misma. A veces me resulto demasiado poca, a veces floja. Otras miro atrás y no me explico como he pasado por ciertos bucles sin haberme roto en pedazos. Una parte se descompone para formar otras muchas. Mi cara me pertenece con todas las líneas que me hacen vieja. Me ha quemado el sol y la lluvia, en un solo verano he vivido dos estaciones, he sido de mar y de montaña, externa e interna a mis pensamientos. Y seguramente ahora estoy cansada. Cansada y con la espalda rota, como decíamos. Pero más consciente. Quizás tengo que trabajar siempre, física y emocionalmente, en las cosas que siento que faltan. Pero el ente incompleto se deshace por su eterna transformación, y sin ella, sería imposible crecer como torre, o como árbol.

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El mecánico de Messina

Hay algo que adoro del sur de Italia y de su retrógrado encanto. Ellos lo llaman mestieri y viene a ser el oficio con semántica ampliada a ocupación, empleo, competencia, pero tambien función y cometido. De estas dos últimas se rescata el empleo que uno aprende/aprehende y lo lleva a cabo durante toda su vida con dedicación y pasión. Vivir en terronia es vivir en el pasado, en un tiempo donde tu trabajo sí te definía, al menos en parte, y la pregunta ¿qué haces con tu vida? era líciita en cualquier caso.

Esta entrada es una de una serie a la que llamaré mestieri e parole, (jugando con el título de una canción de Battisti) porque no hay otra palabra que recoja mejor el significado pleno.

Acabo de conocer al mecánico de Messina un lunes lluvioso a las nueve de la mañana. Es un mecánico feliz, simpático, apasionado de su trabajo. Su verborrea siciliana interactúa con el acento calabrés de mi marido. Ayer decidimos volvernos marido y mujer, en el estrecho que separa nuestra Calabria de su Sicilia, a modo de juego de niños y con la intención de evitar miradas extrañas de dos que viajan juntos en los años setenta de aquí abajo. Es una verdad universal que en toda terronia* estamos aún en el siglo veinte, y el nuevo milenio lo marca la frontera con el Lazio. De Roma para abajo, todo el monte es pizzeta, albóndigas, frituras, patatas con pimientos y orégano. Así que simplificábamos las explicaciones con don y doña. Como cuando me llaman al interfono y a pesar de conservar mi apellido me llaman señora. Mi neomarido me presenta como sua moglie y le viene tan natural y espontáneo que a mi me da la risa y un nudo en el estómago. No me disgusta que sea así los próximos setenta años.

La oficina del mecánico es un agujerito a diez grados con un crucifico perdido en una parez blanca. El pobre Jesús se ve acompañado a ambos lados por dos calendarios con chicas en bikini con las cejas depiladas. A las ragazze las llamo Gestas y Dimas con toda mi blasfema imaginación. El ladrón malo y el bueno reconvertidos en calendarios de mal gusto en el evangelio torquemada. No me hubiera extrañado si los anuarios fueran del año 1986.

El mecánico radiante explota toda su acogedora actuación explicándonos la procedura medio en siciliano medio en italiano, invitándonos a un café taquicárdico que rechazo amablemente. A mi marido le sirve al azúcar con su mano ennegrecida, y en vez de darle una cucharilla para remover, se toma la molestia de hacerlo él mismo, mientras mi marido sostiene la taza. La preparación conjunta me convierte en una voyeur atacando la intimidad mecánico-cliente, así que miro hacia otro lado temiéndo que su hospitalidad excesiva lo arrastre hasta el bed&breakfast y me lo encuentre esta noche arropando a mi recién estrenado cónyuge. Un padre Pio nos vigila a todos desde la pared contraria, dando su protección a todos los negocios de la trilogía Calabria-Sicilia-Campania como un Vito Corleone vestido con sotana. Me he acostumbrado tanto a las estampitas y posters de este señor en cada tienda y cada casa, que dentro de poco me compraré mi copia de padre Pío y lo colocaré en la puerta de la nevera, y empezaré yo tambien a darle los buenos días y las buenas noches.

Lo curioso es que esta Sicilia se presenta más organizada que mi Calabria a pesar de la presencia invisible y tangible de una mano encima de cada cosa, y de repente mi casa en Cutrone es la verdadera isla y la Sicilia es la explotación del encanto de la decadencia explotada en pos de alemanes y japoneses distraídos para mirarla tal y como es.

El mecánico nos dió una lección de lo suyo y yo mientras observaba sus gafas de vista cansada llenas de mugre y de dedos, con ganas de limpiarselas antes de que meteria mano al motor de nuestro coche. Con dos sudaderas y un mono de repsol lo percibí como alguien mucho más fiable, como si un mono de trabajo naranja te diera la profesionalidad necesaria para arreglar el coche y no dejar por equivocación una bomba que nos hiciera saltar por los aires en el peñón de mi imaginación nublada por las pelis de El Padrino.

El mecánico risueño nos tranquilizó con tecnicismos en dialecto y su curriculum de hacer su trabajo desde que era adolescente, y una vez más pensé en la maravilla de vivir aún en los años ochenta, donde el multitasking es una palabra que aún no se ha inventado y cada uno es propietario y protector de su mestiere, que aprende cuando aún no ha acabado la escuela elemental y se lleva toda la vida consigo, como un fardo que lo define con orgullo y años de experiencia.

*Terronia: palabra inventada derivada del apelativo coloquial y despreciativo con el que los italianos del norte llaman a los habitantes del sur: «terroni«. Los terrones son los agricultores, los explotados antiguamente en los latifundios para trabajar la tierra. Terroni: della terra. A mí me parece el despreciativo más bonito que existe, una medalla que llevar con orgullo. La tierra y su cultivo es el oro del futuro, y aquí abajo somos ricos y comemos naranjas.