Gli uccelli

Ten cuidado, cuando vayas a hacer una mudanza, cuando vayas a cambiar país, costumbres, horarios, luces del día y la noche y cielos. Ten cuidado y pon atención en la música que esos días de descubrimiento y ansia, de expectación sin expectativas, vas a llevar en tus oídos. Porque después esa canción te devolverá, con un bofetón, a ese momento mágico y meravilloso, donde yo no conocía la tierra que iba a ser parte de mi casa sin remedio (por mucho que me haya obstinado en negarla). Te devolverá, un sábado por la mañana, sin planearlo, a tardes de octubre cálidas como veranos, donde paseabas por calles nuevas desorientada, donde esperabas el sonido del interfono, bajar corriendo las escaleras con el corazón (ya) en la boca, como ibas a llevarlo de ahí en adelante, para jugar con el agua, con las olas, y con alguien que parecía un jeroglífico exótico y estimulante.
Y eran esos los ucelli que yo veía caer en picado mientras caían las tardes más temprano que en otros países, y esperaba la llegada de la noche en medio del mar en calma, aprendiendo a mover mis brazos con simetría y ritmo, aprendiendo a bañarme en el mar de octubre, en un momento en el que Crotone, el tiempo, y mi vida, no tenían un momento futuro, no tenían un mañana, porque no era capaz de saber qué sucedería al día siguiente.
Por eso esta mañana, unas semanas más tarde del día en que la vida que quiero y deseo empezó, y reconociendo que cinco años me han servido para darme cuenta de eso, celebro con orgullo cada paso que he dado y todas las situaciones que me han llevado hasta aquí.
Celebro la casualidad, o el destino. Celebro lo que estaba en mi mano y las circunstancias que no puedo controlar. Celebro el mar, el bosque, el lago, y las calles sin aceras. Celebro mirar para atrás y saber, ahora con seguridad, que no cambiaría ni un segundo de lo que he vivido. Celebro saber que esta es la vida que amo, que quiero, y que cinco años en ella son sólo el principio.
Crotone y Stefano llegaron a la vez para darme este pacto indisoluble de alegrías y penas. Ahora puedo mirar con serenidad las cosas. Y puedo quitarme las gafas con las que veo una parcial versión de la historia. Ahora puedo decir, que de momento, mi vida me ha gustado y me gusta. Y si vamos a elegir otra, será con un regalo del sur bajo el brazo.
Y quizá elegiremos canciones mejores para nuestros inicios y reinicios.

Cuando vaya a dar la vuelta de los cinco años

…voy a pensar de nuevo en la expresión «envejecer juntos».

Quizás porque ahora empiece a sorprenderme al ver las fotos, como en un antes o después de pasar por alguna operación de cirugía estética. Sin saber si el antes inconsciente o las arrugas de todo lo vivido sea algo bueno para la cara y lo que se lleva dentro.

Quizás, en todas estas idas y venidas, en el proceso de quitarse las capas de los otros, las expectativas, manteniendo a flote los sueños que se chocan con la vida diaria, es algo valioso tener un compañero, como en este caso se llama a alguien que no te pedirá que te quedes, pero del que lejos ya no quieres estar nunca más.

En este lago, que es nuestro lago, donde alejamos nuestros demonios, donde nos desprendemos de las nubes a base de sudor y olor a pino, donde hemos competido y nos hemos gritado, para darnos fuerza y para discutir donde solo los árboles escucharan nuestras desgracias, aquí nos encontramos cada año. Aquí hacemos balance de nuestra maravilla, la que construimos e imaginamos lejos de cualquiera que pueda molestarnos. Con todo el esfuerzo que empieza a señalar nuestro rostro. En este pozo de agua profunda vemos saltar las carpas y nuestras ilusiones, aunque no vayan a cumplirse, aunque seamos los únicos habitantes de esta cuenca de agua.

Un día decidimos rodearlo. Pedaleamos hasta quedarnos sin aliento, y después el peso de nuestra vida en esta parte del mundo se hacía más ligero. Pero la ligereza a veces no es nuestro punto fuerte. Por eso es necesario no solo tener un lago, tambien los brazos del otro. Que nos lleve a la superficie y nos haga flotar en el agua dulce. De esta manera no estamos equivocados. De esta manera nos veo, cansados, arrugados, o despeinados, pero realmente como somos. Veo lo que hemos conseguido, lo que estamos haciendo. Veo que envejecer juntos significa eso. La serenidad, como el lago, cuando baja el sol y atardece. Las piñas en la carretera, el humo de las chimeneas, la nieve en invierno y la brisa en verano.

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Fuera, el ruido

Creo en nosotros más de lo que creo en mi, aunque tu crees por los dos tantas veces. Creo que la dependencia psicológica tiene que ver con todo esto como el chocolate a la planta del cacao. Y nosotros estamos en esa miscelánea, pura, y amarga. Creo que las cosas últimamente nos han ido (por separado, en nuestras propias circunstancias, nuestra creación de las personas que somos cada uno de los dos cuando no somos nosotros) bastante mal y bastante bien en mucho sentidos. Y por eso cuando todo lo periférico va hacia abajo, cuesta abajo y sin frenos en el cansancio de la vida, del trabajo, de las cincuenta bacterias y virus que decidieron inundar mi cuerpo en los últimos tres meses, ahí estamos nosotros, a veces molestos con la vida y nosotros mismos, a veces aferrados a la esperanza que nos dan nuestros sueños de futuro. Un futuro que ya no soñamos utópico, con las macetas del azféizar de una ventana que nunca nos podremos permitir. Un futuro que ahora soñamos ridimensionado, en el oro de lo que ya tenemos. La luz, el tiempo libre, la tramontana.

Ahora soy un Van Goth con un pitido constante. Me tiene siempre alerta y con las armas en el hombro. Me encuentra exhausta, preguntándome cómo una tercera criatura podría ser añadida a la ecuación mientras lavo los platos. Pensando, no es posible. Soy demasiado egoista para que aquí esté todo. Giro el metro de esquina que separa mi pasillo cocina de tu cara cansada. Y cambio de idea. Creo en tí porque eres y estñas y también porque tú crees en nosotros. Y tienes la palabra lúcida incluso cuando estás a 38 grados de temperatura. Incluso cuando cerramos la verja de la casa y el viento y las dificultades nos aislan en un cuarto en el que muchas veces el aire está viciado. Para eso sirve la tramontana en el oído otítico. Para sufrir. Pero también para no dejarse vencer por el cansancio, para estar aún despierto.

Estamos despiertos. Estamos vivos.

¿Te acuerdas cuando estaba más deprimida de lo que nunca he estado desde que te conozco? Entonces yo no veía el color del mar al que me llevaste, la luz que entraba entre las rocas mientras atardecía. Entonces yo estaba demasiado ofuscada, demasiado encerrada en mis demonios y mis lorzas aunque el verano ya estaba llamando a la puerta. Fue un periodo horrible, y cambió el futuro de un modo alucinante. Ahora esa parte de mi vida es brillante y llena de esperanzas. Así que espero que lo que tenga que venir ahora vaya a ser estrepitoso, y este agujero negro sea sólo otro de esos cambios de rasante que utilizo para impulsarme hasta el cielo. Para ver (aún) más claro de lo que este último año está haciendo conmigo. Estamos. Y estamos tan lúcidos ahora. Cansados, débiles, llenos de gripe. Pero estamos tan seguros que este credo lo recitamos al unísono, entre las sábanas, mientras se recuperan las fuerzas para seguir cansándonos.

 

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La historia del perro atropellado en la carretera.

La historia del perro atropellado en la carretera.

Todo lo que supone el 2018 está llevando consigo una carga emocional para nada indiferente. Pero también hablan mis músculos, contracturados en la lucha que genera no pararse por ningún motivo. De todo lo que recapitulo en un verano que espero que se aleje pronto, encuentro el esfuerzo que llega a pequeñas conclusiones, pequeñas victorias, que por otro lado el cansancio hace que queden en poco con mi cerebro aguado de no usarlo lo suficiente.

Todo lo que decido empieza siempre como una lavadora que centrifuga, y que, sobrecargada y caliente, deja paso a una acción que pueda salvarla. De todo esto antes me quedaban las cicatrices, los recuerdos de alguna locura, y lugares llenos de piedra, canales y bibliotecas. Ahora todo ha dejado paso a los elementos naturales, que suelen ser ostiles, aunque bellos.

Del hacer para no pensar: una espalda rota, y un perro desintegrándose en la carretera.

El perro debió de morir atropellado unos días antes de Ferragosto, y cada vez que pasaba la curva del río Neto, antes de recorrer los mil metros de altitud y 50 km que separaban la playa de la montaña, mi casa del lugar donde había decidido dejarme las pestañas, lo veía. Los primeros días tieso, con las patas duras, la expresión andada. Al inicio de septiembre era ya medio perro deshecho como una tarta dejada al sol demasiado tiempo.

Igual los esfuerzos. La fatiga, esa de verdad, que te rompe los filamentos musculares, que te eleva la tensión hasta hacerla una cuerda tensa de violín, con el peligro de saltar tu misma sobre tus propias ansiedades. Todos los sentimientos encontrados entre el vuelo de los pájaros entre los árboles y los moratones y cortes en las piernas me hacían sentir viva y muerta al mismo tiempo, atropellada por algun camión de todas las circunstancias a las que yo misma había decidido destinarme. Una montaña de árboles, de piedras, de tierra. Una montaña difícil de escalar, un gimnasio para mis defectos y mi impaciencia, mi manía de control, mi querer saber lo que hay más adelante.

De todo eso he aprendido, mientras he visto la carretera todos los dias desde entonces, mirando siempre hacia mi derecha para morbosamente notar los cambios en la desaparición del perro. Para no dejarme desaparecer en ninguna circunstancia, a pesar de todos los camiones que parecían pasarme por encima, o adelantarme. Me he contado esta historia cada mañana sin tener el tiempo de escribirla. Sin tener el tiempo de reconocer que en estos años estaba creando partes de mí que serían más de mí misma que las de antes, pero con el mismo miedo de perderme. Sin saber que yo seguía aquí dentro, pero otra.

He podido rescatar del olvido mi Ipod viejo para todos los viajes al trabajo de mil metros de altura, y todos me contaban cuentos casi olvidados, con una música demasiado estridente, demasiado desordenada. El 90 % de mis gustos musicales tirados a la basura, las canciones que quedan ligadas perennemente a recuerdos de situaciones que parecen otra vida. ¿He cambiado de país o de líneas de trazado?

A veces soy un perro atropellado en la cuneta de una carretera. Intento verme en los espejos que me definían cuando yo aún no era yo entera. Trato de imaginar mi vida sin las circunstancias que inevitablemente me han dado la forma de mis 26 años. Pido mas de mí que mí misma. A veces me resulto demasiado poca, a veces floja. Otras miro atrás y no me explico como he pasado por ciertos bucles sin haberme roto en pedazos. Una parte se descompone para formar otras muchas. Mi cara me pertenece con todas las líneas que me hacen vieja. Me ha quemado el sol y la lluvia, en un solo verano he vivido dos estaciones, he sido de mar y de montaña, externa e interna a mis pensamientos. Y seguramente ahora estoy cansada. Cansada y con la espalda rota, como decíamos. Pero más consciente. Quizás tengo que trabajar siempre, física y emocionalmente, en las cosas que siento que faltan. Pero el ente incompleto se deshace por su eterna transformación, y sin ella, sería imposible crecer como torre, o como árbol.

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i miei occhi sono pieni di sale

Fui a la montaña para ver si veía la vida.

Para ver qué color tiene aquí el cielo al amanecer, todas las estrellas que en la costa no existen gracias a la humedad y la sal; para ver si yo podría, en algún modo que desconocía, ser aún elástica, aventurera, aceptar la soledad y la falta de internet como algo inherente a mis vértebras.

Fui a la montaña para sentir el olor de los árboles, para tumbarme en medio de ellos y ver el aire agitar sus copas, para que me dieran igual las arañas que se divertían recorriendo mis brazos y mi pelo.

Quería una sensación o una consciencia, una idea, que me diera a entender que yo estaba ahí y no en otros millones de posibles sitios por una razón, o bien que el bosque me acogiera entre sus brazos y dijera: el no tiempo, la lista de cosas que hacer en un día rota en mil pedazos y la ausencia de líneas que conectan al mundo exterior son las claves de tu próxima existencia, son la posibilidad.

Y sin embargo eran justo todo lo contrario. Fui a la montaña para anhelar todo lo que tenía, para ver que mi casa en medio de las palmeras, mis grados de humedad sofocantes, el salitre en mi piel y la humedad en mi pelo, el pueblo a merced de las corrientes del aire, acalorado o gélido según le diera la gana al scirocco o a la tramontana, eran mis dos nuevos y únicos puntos cardinales. Eran la única cosa de la que quería beber, el agua salada. Y toda esta luz que te inunda los ojos desde las seis de la mañana hasta un tramonto rosa (nunca naranja, como en la tierra de campos) sería la clave para saberme en un lugar seguro. En un lugar que mi cuerpo aceptaba como suyo, en una transición a una persona distinta, que ya no es capaz de hacer cualquier cosa a menos de quince grados, que se refugia del frío en una casa con olor a leña en lugar de combatirlo y curtirse sus modos castellanos. Que ahora solo ofrece una visión esperpéntica de lo poco que trabajan con caribeños porque el sol pega demasiado durante la tarde. Como aquí.

Como en este pueblo a forma de C, donde la lluvia se para diez km antes de llegar. Donde puedes caminar por la tarde y que la sal del mar te llegue al cerebro. Donde puedes sentirte marítima, y dejarte llevar por corrientes como una poseidonia, solo porque desde todos los puntos de tu casa encuentras un pedazo de azul salado. Porque aquí es donde existes, donde existes fuerte, donde sigues y no te rindes. Donde llorar mucho  aún así no querer marcharse.

Me lo habían avisado con frases dialectales, yo no se si dejare este pedazo de tierra nunca. Porque el mar, o la ciudad, o los atardeceres, o los alimentos, tienen un poder de atracción que es una ancla en el pie izquierdo, que son raíces que se van llenando de algas y mejillones. Porque te vas sintiendo la piel curtida, te vas sintiendo estandarte de deportes acuáticos practicados en invierno, a los ojos incrédulos de los viandantes. Porque la arena se te mete en los ojos, porque solo deseas vivir con aquel que te encontraste con los ojos llenos de sal y el mar dentro, y ahora tienes olas que van y vienen modelando esta torre de piedra Villamayor.

Fui a la montaña porque sabia que existía, una parte de mí que aún podía ser de secano, pero ahora tengo las manos rugosas y ato nudos marineros. Ahora soy parte de asociaciones navales, entiendo de mareas, luchamos contra el salitre. Ahora mi dermatitis acepta la derrota y la alta presión son solo dolores de cabeza cuando subo a otras cuotas. Por eso han hecho a todos así de bajitos. Así de lentos, así de testarudos.

Por eso yo me empeño a todo con todas las fuerzas. Porque cuando no las tengo voy al mar y este mar me habla. Y este cielo me cubre, y esta luz me da fuerzas. Y todos mis fueros internos ahora se guían por una maldita rosa de los vientos, que es la que organiza nuestros horarios de vida y actividad.

No se si quería ser tan poco maleable, como cuando dejas la barca en puerto y ya no hay modo de moverla. Pero de algún modo entiendo por que mis crisis místicas no encuentran una salida. Igual es que no quiero moverme de un sitio que te da con las olas en la cara, que es una tormenta perfecta en la que tragas mas agua de la que deberías, y acabas con las quemaduras en la piel que te garantizan una vida más breve. Pero sales siempre de ahí, cuando se calma el mar. Miras a tu alrededor y te ves victorioso, más preparado para la próxima marejada.

Y mucho más vivo de lo que has estado nunca.

 

Todas las historias (II)

Todas las historias (II)

 (lo prometido es deuda)

Algo cambió y se fue trasformando conforme fueron avanzando los días. La simbiosis en el principio de aquella superviviencia les había consentido acampar por unas semanas, sin la necesidad de ser nómadas, sin tener que borrar las huellas y los rastros de leña que usaban para calentarse. De día dejaban el macuto dentro de la corteza hueca de un árbol marchito y de noche hacían turnos mientras el otro dormía en el jubón. Era un simple mecanismo para apartar bestias y peligros.

Había sido así desde hace algunos días, pero últimamente ella notaba que algo había cambiado. Casi no había palabras durante el almuerzo. Cada uno dedicaba los tiempos muertos a limpiar su armas en silencio. La caza era siempre por separado, y en ella, Trincea coría por el bosque con rabia y sin cuidado, preocupada sólo por llegar lo suficientemente cansada al campamento, aunque sin presa. Se había acostumbrado a tener una cena cazada por él, algún pez de riachuelo o unos conejos. Ya no quedaba mucho de la incertidumbre.

Esto llenaba de rabia sus pulmones. Si la rabia venía de él o del bosque no importaba, la tomaba con aquel lento compañero. Le empezó a molestar el chasquido cacofónico y rítmico que fabricaba con las piedras al hacer fuego, los murmullos de palabras incomprensivas mientras dormía, su mirada buscando explicaciones en los ojos de Trincea.  No sabía cuantas lunas habían pasado desde que ella le enseñó a pintar con sangre de animal las cortezas de los árboles para no perderse, y él le había enseñado los mapas de las estrellas. Se seguía sintiéndo estúpida cuando insistía en enseñarle a separar la piel del animal a tirones, y ella era incapaz de habituarse a aquellos movimientos, como si el alma de aquella inocente presa se escapara por el aire en aquel momento. Todo aquello que en un primer instante había parecido innovativo ahora le parecía banal y exagerado, porque cada uno veía distintos colores en el atardecer y el campamento se había convertido en una pantomina de lo que eran ellos: supervivientes.

La culpa de todo la tenía el sedentarismo. Ella no pidió ser ligada a las raíces de la tierra ni a ningún ser viviente en particular. Por esto, las noches dejó de vigilar y montar guardia y comenzó a pasearse adrenalínica en la penumbra del monte.

Un día se encontró un claro de helechos, y después de dejarlos medio calvos descargando su furia contra las plantas se dejó caer contra el pino más cercano. Le llegaban los indescifrales y conocidos sonidos de Jairo entre sueños, a unos metros de allí.Confundía el apacible sonido del cerro, la confundía a ella también. Comenzó a rasgar la corteza con enfado, con fruición, con rabia…

Te puse en antecedentes, Jairo, querido. Eso fue lo que pasó, con toda esta parafernalia de narrador omnisciente. El resto ya lo sabes, rasqué la corteza del árbol hasta que el agujero fue lo suficientemente grande como para que cupieran mis hombros. Si yo hubiera sabido lo que me esperaba del otro lado tal vez no me hubiera puesto tan melodramática, arañando estas puertas a otros mundos. Tal vez no hubiera desaparecido por el buco tempoespacial tan pronto, me hubiera quedado más en la comodidad del monte.

Pero la vida real y las circunstancias a veces te llaman con una voz tan ruidosa, sonora, potente y seductora que la poesía y todos sus sucedáneos se quedan como attrezzo de las vicisitudes, a veces incluso llegan a desaparecer.

Decía siempre (me decía a mí misma) que alguna vez me iría sin quedarme y aquí me veo, en otra montaña, diseñando mi casa entre palmeras y naranjos. No pude pensar en los demás mientras me lanzaba al vacío porque nunca dije que sería una compañera de viaje de nadie hasta ahora y ambos sabíamos que contábamos con la independencia de la literatura también por separado.

¿Te acuerdas del día que cumpliste 40 años y te llegó aquella carta mientras ibas a buscar a tu hija a la escuela? No, claro que no, porque aún no los has cumplido, pero tampoco tengas muchas esperanzas en recibirla, porque ya te estoy escribiendo esta, y puede que en lo que llegamos a viejos y cuarentones se nos olvide mandarlas, o pierdas la dirección y estemos ya tan lejos y en otros países de los que nos habremos ya olvidado hasta el nombre.

 

La madonna de las montañas

La madonna de las montañas

Los domingos de curación son como las fiestas de guardar.

Te acercas al templo sediento, en ayunas, deseoso, y vuelves con el corazón tranquilo y las manos llenas de hierbas comestibles.

Mi templo tiene las paredes verdes de pinos y robles, las vidrieras son del gótico tardío de las nubes. Su iluminación cambia la transparencia, la salinidad y la agitación del lago, que es el púlpito. Como buena feligresa, convencida de esta religión que te limpia el cuerpo, llego a la misa  con flores silvestres enredadas en el pelo, hojas de helecho pegadas en los codos, ramichuelas como los ramos de los pobres. Una bigota que se acerca con la cabeza gacha, la china dentro del zapato, las rodillas manchadas de tierra. Siempre tengo los tobillos llenos de picaduras de ortigas y mosquitos.

Los fieles no llegamos impolutos, vamos al lago a lavar nuestras preocupaciones, a sentirnos mejor por nuestros fingidos olvidos. Olvidamos la rabia que nos construimos a nosotros mismos dejándonos proyectar nuestra vida de las circunstancias de los otros, en lugar de proyectarnos en una casa de madera y atrevernos a ser felices como los ermitaños que somos por dentro. Pedimos perdón por tratar de tener los deseos incongruentes de los demás, como si eso nos fuera a dar una felicidad que no consiguimos arrancarnos de la piel. Todos los devotos de la virgen del monte sabemos que nuestra casa, nuestra vida y nuestros sueños están hechos del mismo material que las cortezas de los árboles.

El amor de mi vida sabe que vengo con fe devota, con las palmas abiertas por las heridas de una mañana de guerra leñadora. Por eso me deja tranquila, se sienta en otro peñasco lo suficientemente lejos para que yo pueda escuchar lo que me dice el lago, o que el lago escuche lo que yo le digo (como si un lago pudiera estar al tanto de las visicitudes de los humanos, tenemos la mala costumbre de creer que los dioses escuchan las plegarias de engranajes tan inútiles como nosotros).

Empieza el concierto sólo cuando cierro los ojos. La misa es el silencio interrumpido por el repiqueteo de las ondas contra las piedras de la orilla. Cuando exhalo noto el aire abandonar mi cuerpo a través de los dedos, como si fuera un pianista acompañando la melodía de los cantos rodados.  El amor de mi vida escucha la misa en otro lado, porque él tiene los ojos de agua salada y le reza a otro paisaje diferente (un paisaje de olas y pulpos entre las rocas) pero entiende que yo soy la tierra seca y la madera fría del invierno, y me trae siempre aquí porque si no me moriría entre toda esa humedad. Después del sermón me siento liberada. Me hago una señal de la cruz sin cruces pero con pinos y sé que mi vida se vuelve a unir a los pulmones de la tierra.

La gente sigue tallando esas formas de hombres en las iglesias, cuando la catedral verdadera se encuentra en estos bosques. La línea directa con las montañas es la religión que me ha conquistado después de todos los años de peregrinación agnóstica. Muchos se llevarían las manos a la cabeza, profana, mendiga, mundana, atea, pagana. Besarían su cruz de plata y seguirían viviendo su vida entre los edificios de quince plantas y la línea matropolitana. Lo cierto es que tampoco me importa.

 

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Qué hice el último mes.

Qué hice el último mes.

Internet es un arma y una herramienta espectacular. Es algo que va más allá de lo que nosotros podemos abarcar. Hoy en día no podemos viajar, cocinar, hacer deporte, aprender algo, divertirnos, hacer amigos, leer o comprar sin internet. Entre otras muchas cosas.

Esto no es una parrafada resumiendo los últimos documentales que he visto. Aunque sí tengo que decir que los libros y los documentales tienen un efecto espasmótico sobre mí. Después de leer La enzima prodigiosa y de ver Cowspiracy me volví vegana, hace un año. Después de ver Lo and Behold y Live in Public tomo esta decisión. O soy muy impresionable o verdaderamente necesitamos no dejar nunca de aprender y abrir los ojos hacia algunas cosas. Lógicamente la experiencia de vida y las circunstancias marcan el inicio de ciertas reflexiones que encuentran el sustento en los libros y documentales que utilizas para profundizar en el argumento. Como decir que El estudio de China es mi libro de cabecera en el que reencuentro algunos de mis motivos y la fuerza para continuar a decir que no al 30 % de los alimentos.

No hay nada que no empiece con las sensaciones vividas en tu propia carne.

Y por eso de aquí en adelante no tendré ni twitter, ni facebook, ni instagram.

No quiero que ningún conocido del colegio o de la universidad me busque una tarde de domingo para ver cómo se ha desenvuelto la vida de mis últimos cinco años a través de mis fotos de perfil. No quiero que ni él ni otros puedan comparar mi vida con la suya para ver quién ha llegado más alto, quién es más feliz, quién se mantuvo en forma y con menos arrugas.

No quiero conocer a una persona en bicicleta y que me llegue una petición de amistad después de haberle dicho sólo mi nombre (sobretodo, porque con el casco y las gafas uno es irreconocible). Y que necesite mi instagram para saber cómo es mi cara sin elementos ciclisticos o para saber si tengo pareja.

No quiero desear las vidas (las porciones irreales de vidas) que mostramos en estas redes sociales. Donde tan pronto desearé vivir en Australia y comer fruta de la pasión con veinte kilos menos de los míos, como ir a Noruega en pleno invierno a beber chocolate caliente después de esquiar. No quiero desear trozos de vida que no existen en lugar de vivir la mía, que es real.

No quiero ser yo la que se compare. La que diga que soy demasiado joven o demasiado vieja para __. La que se pregunta si las circunstancias hubieran cambiado mi presente hacia uno mejor o peor. No quiero pensar que mis costumbres, mis aficiones, mis horarios y mis principios son justos o erróneos.

No quiero que una pantalla se adapte a mí. No quiero adaptar mi vida a una pantalla, unas canciones, unas frases, unas fotos de perfil. No quiero verme en las situaciones bellas y cotidianas de mi vida pensando en enseñarselo a un agujero negro sin identidad en lugar de vivirlo.

Cuando cumplí dieciséis años, me ví toda la serie de Al salir de clase. Yo soy una millenial, como se dice ahora, y no una chica de los ochenta. Lo cierto es que la comunicación, la relación humana, las sensaciones encontradas en tantas circunstancias me parecían mucho más reales en mi primera infancia que en mi juventud, cuando el facebook o el twitter o el fotolog, el blogspot o el youtube marcaban la interferencia entre la realidad y el personaje. Siempre pensé que me hubiera gustado vivir en aquella época de Al salir de clase, cuando los jóvenes se llamaban por telefono y enredaban el cable entre los dedos. Cuando se quedaba, y se hacían cosas. Y tu tenías la sensación de estar en el momento presente, sin interferencias. Algunos dirán que la tecnología es progreso, pero es un arma de doble filo, aunque sea banal decirlo.

Yo pienso que el progreso, o mejor dicho, el futuro, sólo es posible a través de la involución. Tenemos que recular como especie para evitar cargarnos todo lo bueno que nos queda en los próximos cincuenta años.

Tenemos que volver a alimentarnos con semillas, cereales, hortalizas y frutas, en lugar de alimentar a los animales con los cereales que salvarían al planeta de la hambruna.

Tenemos que volver a hacer pan, a cocinar comida real, a tratar nuestro cuerpo como un templo, para evitar las enfermedades que se derivan de los químicos y de la ausencia de nutrientes del 90 % de lo que hay en un supermercado.

Tenemos que inverir más en alimentos reales y menos en medicinas.

Tenemos que dejar de destruir ecosistemas y fauna.

Tenemos que volver a la autoproducción, a sentir el valor de las cosas a través del esfuerzo. Creo que algo que no requiere esfuerzo no te da la felicidad. Comer cuando tenemos hambre, dormir cuando estamos cansados, amar cuando hemos echado de menos y ducharnos cuando hemos sudado. Son los momentos en los que el ser humano se siente más animal, más humano, y más libre.

Tenemos, sobretodo, que vivir la vida que tenemos, y no las proyecciones de vida de los otros. La televisión basura, el mundo conectado que nos hace cada vez más solos. Dejar de etiquetar las cosas, no meternos más en casillas para sentirnos aceptados por parte de algo que nos pide todo y no nos da nada a cambio. Reducir horas de televisión, reducir pertenencias, reducir amigos, reducir deseos, reducir horas y horas de información delante de nuestros ojos. Reducir la sobreinformación.

Internet es la sobreinformación, la que hace que tú mismo ya no puedas elegir qué quieres buscar, leer, ver. La que te presenta todos los deseos que nunca podrás tener, el portal de la insatisfacción, la que te aleja de tu presente. Tenemos tantos amigos, tantas opciones, tantos sitios a los que ir, tantas cosas que hacer, y tanto que trabajar para conseguir esos estúpidos sueños prefabricados que nos hemos abrumado, y nos hemos quedado sin amigos, y sin querer estar con uno mismo. Sin opciones, porque ninguna es lo suficientemente buena comparada con otras que hemos visto o escuchado. Sin sitios a los que ir porque no estamos en el sitio en el que realmente estamos, no lo vemos, no lo agradecemos, no lo vivimos. Sin cosas que hacer porque a la larga lista de obligaciones se interpone la interferencia de la bandeja de facebook o el Candy Crush. Y sin sueños porque lo que soñamos es ficticio e irreal. Y tu sueño primigenio se te antoja pobre y simplista.

Para mi el progreso es decrecer, reducir, disminuir. Volver.

Es estar en el momento de ahora, con las nuevas horas de vida que se te ponen delante cuando eliminas las redes sociales (y te das cuenta de la cantidad de tiempo que pasabas en su compañía improductiva). Es vivir la vida que tienes, hasta verla sin los ojos de las expectativas. Sentirla tal y como es, y aceptarla. Aceptarte a tí mismo, aceptar tus elecciones, amar tus elecciones, y darles el valor real que tienen. Odio las frases rollo «Todo llega a quien sabe esperar» como si tu no tuvieras el control sobre tu felicidad. No es que nada va a llegar, es que ya ha llegado. Se trata de amar la vida que tienes. Y para eso creo que es necesario no dejarse influir, condicionar, comparar ni frustrar con las pequeñas piezas de la vida de los otros. Sobretodo si se nos muestran en bandejas de plata y tags.

He pasado un mes sin instagram, varios sin facebook, y me he dado cuenta de que he ganado en tiempo, en presencia, en felicidad, y he concluido y he hecho cosas que realmente quería hacer. Tengo sueños, deseos, proyectos. Pero todos ellos corresponden a mi vida real, conviven con las circunstancias que me rodean y son parte del camino que me compone. Un camino que, si me dejara influenciar por las redes sociales sería simple, retrógrado, doblegado, desaprovechado,  resignado, tradicionalista, y prematuro. Y que para mí lo fue hasta que apagué la conexión entre lo que esperaba de mi vida fantaseando con toda aquella sobreinformación y lo que me hacían entender que era el sueño real. Que para mí comenzó a ser el camino justo, ideal, y con sentido cuando me limité a vivirlo en el presente y a verlo con los ojos reales.

Me voy a la vida real, a la que tengo, a la que amo, a vivirla. A exprimirla con la fuerza que no me roba la publicidad y los cánones de vida perfecta. A pensar en mis prioridades como válidas y diversas del resto de los mortales, sin que esto sea un problema. Me voy a concentrar en mis principios, a decrecer, a reducir, a agradecer, y a cuidarme. Internet me estará esperando sólo para escribir o buscar recetas nuevas. Es estupendo saber que se acabó lo de cotillear y juzgar a gente, y que ya nadie podrá cotillear y juzgarte a ti, ni siquiera tú mismo.

 

Recomiendo enormemente:

  • Documentales : Cowspiracy, Meat the truth, Food Inc, (nutrición) Lo and Behold, We live in Public (internet) .
  • Libros: El estudio de China – Dr T.Colin Campbell, La enzima prodigiosa – Hiromi Shinya, Simplify – Joshua Becker.
  • Próximas lecturas: La vida líquida- Zygmunt Bauman, Los no lugares – Marc Augé.

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Superpoderes genéticos

En estos dos años de peregrinación con raíces me he vuelto una maniática de los horarios sin llevar un reloj en la muñeca. He desarrollado el superpoder de no necesitar despertador y saber siempre cuando son las diez de la noche. Es un superpoder derivado del gen de mi santo padre, al que he visto años y años despertándose siempre a la misma hora y estar totalmente despierto un segundo más tarde, como una muñeca con los párpados movibles.

No necesito despertador porque mi superpoder consiste, en primer lugar,  en despertarme sola. A las 7 si es día laborable, a las 7:30 domingos y festivos. El Irene coño duerme un poco más el día que no tienes que trabajar no funciona conmigo, aunque algunos sábados intento retrasar la hora de irme a la cama, haciendo la «moderna y jovial» mientras se me caen los párpados pasadas las once. Y oye, no hay manera.

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6:53 en el culo del mundo es mi despertar rutinario.

Lo mejor (lo peor) de todo es que en verano amanece antes, con lo cual mi superpoder escala una hora más y me veo día sí día tambien comiendo el techo a las seis de la mañana. Es un superpoder un poco tocapelotas.

La segunda parte del superpoder consiste en la bajada de las persianas cuando dan las diez de la noche. Es como una narcolepsia controlada. Cada día llega ese momento en el que mi cerebro manda señal de retirada, y piensa «Pues me estoy muriendo de sueño» los dispositivos se apagan y toda conversación, actividad, o película a medias deja de tener el interés que un minuto antes podía mostrar. El ordenador de mi cabeza empieza a ir a stand by y tengo esos 15 minutos de tiempo para recorrer el largo camino hasta mi cama. En ese momento sé que han llegado las diez de la noche. Igual tengo un planazo animado, estoy en una pizzería, paseando cerca de la playa. Cinco minutos antes podría estar montándome una rave en un chiringuito o limpiando la cocina y poniendo lavavajillas. Un segundo más tarde soy cenicienta perdiendo las conexiones en vez de los zapatos. Ni siquiera consiento que me hablen, o que hablen, pero soy incapaz de escuchar más. Soy un caso perdido.

Lo cierto es, que este superpoder que he luchado por evitar tanto tiempo, entre jueves universitarios, largas tardes de estudio en la biblioteca, erasmus, campamentos y otros eventos nocturnos, ahora lo he rescatado y aceptado con la mayor dignidad posible. La dignidad de una de 25 años con horarios de abuelo cebolleta. Pero tambien la dignidad de ver todas sus cosas buenas.

No me cuesta nada madrugar, cada día doy la bienvenida al sol, me doy mis 10 minutos de paz, café y comienzo de mañana. Soy capaz de desayunar, ir en bici o a correr, ducharme, ordenar la casa y poner una lavadora antes de las 9 y media de la mañana. Además, noto mi energía a tope de power las 10 primeras horas del día y disfruto del tirón de los rayos solares, que en invierno los exprimo cada minuto que existen. Igualmente, mi biorritmo entra en modo relax cuando veo ponerse el sol, soy como un circulito que está llegando a su vuelta de rosca, se va el sol y me recojo, y son horas en los que mi corazón se tranquiliza y mi mente empieza a desconectar cables. 5 o 6 horas de pollito dentro del cascarón, que acaban con dormir mejor que nunca y no necesitar el despertador.

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Cuatro de la tarde, despedimos el sol de invierno.

Seré yo que tendre un superpoder o será verdad que el cuerpo tiene sus biorritmos y van al compás de la luz y la oscuridad. Cuando encuentras ese equilibrio te importa poco ser la abuela cebolleta, y cada día tienen las horas de mañana, tarde, y noche en las que has vivido. A mí me hacen ser más conscientes del paso de los días porque me conecta mucho con los elementos externos, climáticos y naturales. No sé si hay personas alondra y búho y todo esto es genética de mi santo padre. Pero aceptar lo que te dice el cuerpo es tambien parte de un proceso de respecto y agradecimiento por la vida. O al menos, así me lo parece.