Tarde para irnos intactos

Salamanca me recuerda mucho a Vetusta Morla. Los escucho antes de llegar, cuando me voy, y cuando estoy morriñosa por aquel lado. Y tiene todo el sentido del mundo porque igual que entiendo el romanticismo de las canciones me puedo imaginar el calor que tienen que pasar en Madrid en junio. A ver, así es la vida,o al menos como te la presentan. Para hacer esas letras increibles seguro que se han comido la boina de mierda que hay encima de Madrid y muchos meses sin ir a la playa. Pues como todo, la fotografía de la vida de la gente está muy alejada de la realidad de cada uno. Lo importante es que uno esté orgulloso de la parte menos fotogénica de su vida.

Mientras que en mi parte de allí sueño y vivo con Lucio Battisti de otoño, y muchas caribeñadas en los veranos de cinco meses. Está bien así. Como lo está ahora mi vida, después del aquí y el allí y la cabeza poniéndose como un bombo intentando encontrar una linea recta.

Pero las personas no somos líneas rectas, ni caminamos así. Igual ahora yo camino por la piedra pero esta piedra esta dentro aunque no me pertenece, porque he decidido que me pertenezcan los atardeceres añiles en vez de los naranjas. Y porque aunque no lo hubiera decidido el viento húmedo me ha empapado hasta los huesos y soporto mejor los 50 grados que los bajo cero.

A todo se acostumbra uno, lo que no me iba a imaginar es que lo iba a amar así tanto. Como el día que dije «fui a la montaña para darme cuenta de que era del mar» así de marítima me encuentro después de la incomodidad de las idas y venidas por la cara norte (de Salamanca hasta Gijón y tiro porque me toca). Yo no soy folclorica, pero la Taranta de Einaudi será lo que ponga en mis oídos apenas el avion aterrizado me devuelva el wifi, allí en mi culo del mundo.

Qué mal lo he pasado a la ida y qué bien me lo voy a pasar a la vuelta. La incomodidad sirve a hacer las paces con los distintos lugares. De aquí la civilización y la calles ordenadas, las más de mil vidas que podría haber tenido, la piscina con calefacción, los libros en hilera, las hileras de miradas que me han traído tanta nostalgia. De allí el instinto, la vida que me empuja cada vez más a la diferencia entre el día y la noche, las estaciones, los campos de visión vacíos donde se ve a lo lejos y no es una meseta, es agua y montañas. Y todo produce la confusión, la contradicción, la misma que te hace amar los coros rusos católicos y la música balcánica, sin que todo esto interrumpa el hilo argumental coherente.

Me han dicho muchas veces que en la vida hay que ser coherente. Y por eso tenía tantos líos en la cabeza. No había entendido que si deseas comer almejas siendo vegano tienes que comer almejas, y eso es contradictorio pero coherente. Pues así con todo, como decidir amar de aquí en adelante a una persona que no te ha quitado tu vida, que te ha enseñado otra. Del mix de todo está lo de aquí y lo de allá, un batiburrillo parecido al realismo mágico de los objetivos de año nuevo.

Lo incómodo te mete los alfileres en el vestido. Salir ileso con tus cicatrices bien cerradas es lo que hace que puedas irte con una sonrisa, y serena.

 

La historia del perro atropellado en la carretera.

La historia del perro atropellado en la carretera.

Todo lo que supone el 2018 está llevando consigo una carga emocional para nada indiferente. Pero también hablan mis músculos, contracturados en la lucha que genera no pararse por ningún motivo. De todo lo que recapitulo en un verano que espero que se aleje pronto, encuentro el esfuerzo que llega a pequeñas conclusiones, pequeñas victorias, que por otro lado el cansancio hace que queden en poco con mi cerebro aguado de no usarlo lo suficiente.

Todo lo que decido empieza siempre como una lavadora que centrifuga, y que, sobrecargada y caliente, deja paso a una acción que pueda salvarla. De todo esto antes me quedaban las cicatrices, los recuerdos de alguna locura, y lugares llenos de piedra, canales y bibliotecas. Ahora todo ha dejado paso a los elementos naturales, que suelen ser ostiles, aunque bellos.

Del hacer para no pensar: una espalda rota, y un perro desintegrándose en la carretera.

El perro debió de morir atropellado unos días antes de Ferragosto, y cada vez que pasaba la curva del río Neto, antes de recorrer los mil metros de altitud y 50 km que separaban la playa de la montaña, mi casa del lugar donde había decidido dejarme las pestañas, lo veía. Los primeros días tieso, con las patas duras, la expresión andada. Al inicio de septiembre era ya medio perro deshecho como una tarta dejada al sol demasiado tiempo.

Igual los esfuerzos. La fatiga, esa de verdad, que te rompe los filamentos musculares, que te eleva la tensión hasta hacerla una cuerda tensa de violín, con el peligro de saltar tu misma sobre tus propias ansiedades. Todos los sentimientos encontrados entre el vuelo de los pájaros entre los árboles y los moratones y cortes en las piernas me hacían sentir viva y muerta al mismo tiempo, atropellada por algun camión de todas las circunstancias a las que yo misma había decidido destinarme. Una montaña de árboles, de piedras, de tierra. Una montaña difícil de escalar, un gimnasio para mis defectos y mi impaciencia, mi manía de control, mi querer saber lo que hay más adelante.

De todo eso he aprendido, mientras he visto la carretera todos los dias desde entonces, mirando siempre hacia mi derecha para morbosamente notar los cambios en la desaparición del perro. Para no dejarme desaparecer en ninguna circunstancia, a pesar de todos los camiones que parecían pasarme por encima, o adelantarme. Me he contado esta historia cada mañana sin tener el tiempo de escribirla. Sin tener el tiempo de reconocer que en estos años estaba creando partes de mí que serían más de mí misma que las de antes, pero con el mismo miedo de perderme. Sin saber que yo seguía aquí dentro, pero otra.

He podido rescatar del olvido mi Ipod viejo para todos los viajes al trabajo de mil metros de altura, y todos me contaban cuentos casi olvidados, con una música demasiado estridente, demasiado desordenada. El 90 % de mis gustos musicales tirados a la basura, las canciones que quedan ligadas perennemente a recuerdos de situaciones que parecen otra vida. ¿He cambiado de país o de líneas de trazado?

A veces soy un perro atropellado en la cuneta de una carretera. Intento verme en los espejos que me definían cuando yo aún no era yo entera. Trato de imaginar mi vida sin las circunstancias que inevitablemente me han dado la forma de mis 26 años. Pido mas de mí que mí misma. A veces me resulto demasiado poca, a veces floja. Otras miro atrás y no me explico como he pasado por ciertos bucles sin haberme roto en pedazos. Una parte se descompone para formar otras muchas. Mi cara me pertenece con todas las líneas que me hacen vieja. Me ha quemado el sol y la lluvia, en un solo verano he vivido dos estaciones, he sido de mar y de montaña, externa e interna a mis pensamientos. Y seguramente ahora estoy cansada. Cansada y con la espalda rota, como decíamos. Pero más consciente. Quizás tengo que trabajar siempre, física y emocionalmente, en las cosas que siento que faltan. Pero el ente incompleto se deshace por su eterna transformación, y sin ella, sería imposible crecer como torre, o como árbol.

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i miei occhi sono pieni di sale

Fui a la montaña para ver si veía la vida.

Para ver qué color tiene aquí el cielo al amanecer, todas las estrellas que en la costa no existen gracias a la humedad y la sal; para ver si yo podría, en algún modo que desconocía, ser aún elástica, aventurera, aceptar la soledad y la falta de internet como algo inherente a mis vértebras.

Fui a la montaña para sentir el olor de los árboles, para tumbarme en medio de ellos y ver el aire agitar sus copas, para que me dieran igual las arañas que se divertían recorriendo mis brazos y mi pelo.

Quería una sensación o una consciencia, una idea, que me diera a entender que yo estaba ahí y no en otros millones de posibles sitios por una razón, o bien que el bosque me acogiera entre sus brazos y dijera: el no tiempo, la lista de cosas que hacer en un día rota en mil pedazos y la ausencia de líneas que conectan al mundo exterior son las claves de tu próxima existencia, son la posibilidad.

Y sin embargo eran justo todo lo contrario. Fui a la montaña para anhelar todo lo que tenía, para ver que mi casa en medio de las palmeras, mis grados de humedad sofocantes, el salitre en mi piel y la humedad en mi pelo, el pueblo a merced de las corrientes del aire, acalorado o gélido según le diera la gana al scirocco o a la tramontana, eran mis dos nuevos y únicos puntos cardinales. Eran la única cosa de la que quería beber, el agua salada. Y toda esta luz que te inunda los ojos desde las seis de la mañana hasta un tramonto rosa (nunca naranja, como en la tierra de campos) sería la clave para saberme en un lugar seguro. En un lugar que mi cuerpo aceptaba como suyo, en una transición a una persona distinta, que ya no es capaz de hacer cualquier cosa a menos de quince grados, que se refugia del frío en una casa con olor a leña en lugar de combatirlo y curtirse sus modos castellanos. Que ahora solo ofrece una visión esperpéntica de lo poco que trabajan con caribeños porque el sol pega demasiado durante la tarde. Como aquí.

Como en este pueblo a forma de C, donde la lluvia se para diez km antes de llegar. Donde puedes caminar por la tarde y que la sal del mar te llegue al cerebro. Donde puedes sentirte marítima, y dejarte llevar por corrientes como una poseidonia, solo porque desde todos los puntos de tu casa encuentras un pedazo de azul salado. Porque aquí es donde existes, donde existes fuerte, donde sigues y no te rindes. Donde llorar mucho  aún así no querer marcharse.

Me lo habían avisado con frases dialectales, yo no se si dejare este pedazo de tierra nunca. Porque el mar, o la ciudad, o los atardeceres, o los alimentos, tienen un poder de atracción que es una ancla en el pie izquierdo, que son raíces que se van llenando de algas y mejillones. Porque te vas sintiendo la piel curtida, te vas sintiendo estandarte de deportes acuáticos practicados en invierno, a los ojos incrédulos de los viandantes. Porque la arena se te mete en los ojos, porque solo deseas vivir con aquel que te encontraste con los ojos llenos de sal y el mar dentro, y ahora tienes olas que van y vienen modelando esta torre de piedra Villamayor.

Fui a la montaña porque sabia que existía, una parte de mí que aún podía ser de secano, pero ahora tengo las manos rugosas y ato nudos marineros. Ahora soy parte de asociaciones navales, entiendo de mareas, luchamos contra el salitre. Ahora mi dermatitis acepta la derrota y la alta presión son solo dolores de cabeza cuando subo a otras cuotas. Por eso han hecho a todos así de bajitos. Así de lentos, así de testarudos.

Por eso yo me empeño a todo con todas las fuerzas. Porque cuando no las tengo voy al mar y este mar me habla. Y este cielo me cubre, y esta luz me da fuerzas. Y todos mis fueros internos ahora se guían por una maldita rosa de los vientos, que es la que organiza nuestros horarios de vida y actividad.

No se si quería ser tan poco maleable, como cuando dejas la barca en puerto y ya no hay modo de moverla. Pero de algún modo entiendo por que mis crisis místicas no encuentran una salida. Igual es que no quiero moverme de un sitio que te da con las olas en la cara, que es una tormenta perfecta en la que tragas mas agua de la que deberías, y acabas con las quemaduras en la piel que te garantizan una vida más breve. Pero sales siempre de ahí, cuando se calma el mar. Miras a tu alrededor y te ves victorioso, más preparado para la próxima marejada.

Y mucho más vivo de lo que has estado nunca.

 

Marzo

Si me convierto en un árbol. Si me salen ramas (alas) y raíces. ¿Qué árbol seré?

La playa, el viento, scirocco. Primer día de primavera del año. La vida. Volver a casa tirada por el huracán de aire caliente. Tirada, no mecida. Yo que me veo con algo que ayer no tenía.

La casa, la infusión, los olores. Eucalipto, melissa, manzanilla y mis preferidos. La canela, el jengibre, y la lista de cosas que hacer que, de nuevo, ignoro.

El baño, el reflejo, las tijeras, el reflejo, las tijeras con el pelo húmedo, con el pelo limpio, con el pelo liso, con el pelo seco. Mucho mejor, el reflejo, digo.

La risa. Los calcetines que no hacen marcas en las pantorrillas. Tres capas menos. Tender la ropa en manga corta. “A tender la ropa” decía cuando me iba. Me he ido tantas veces pero afortunadamente aquí sigo dentro de mí. A veces me represento.

La noche, bodas de sangre, el jinete, el verde, el secarral. La novia. Te voy a abrazar 40 años seguidos. Me giro, me vuelvo, galopo, me quedo. El secarral de allí. El de aquí. Mi tierra húmeda llena de hinojo. Me envalentono y te digo, que tienes los ojitos como fruta del olivo. Un olivo, una encina, un árbol entero dentro de mí. Cambiemos la torre por el árbol, hagamos de esto algo más proficuo.

La improductividad. Los deberes. Las carreras. La actividad. Ahora sueño que hago esto. Ojalá la vida fuera tan simple como lo es a veces transportar la fruta a casa. Las obligaciones. El sueño. Despierto y vuelvo a empezar. Igual mañana iré más despacio. (Conociéndome, no lo creo, ni siquiera me da tiempo a escribir lo que mi cabeza redacta).

La lluvia. Lluvia dos meses seguidos. Los huesos calados hasta el tuétano. Todas las palabras que me gustan y que no quiero olvidar. Repítelas ante el espejo, mantra motivacional. Como carne porque ya no veo el animal. Porque yo era ésta y ahora soy otra. En realidad soy la misma pero tengo menos cabellera. El aire ya no era capaz de despeinarme.

Me siento en la silla, me siento en la cama, me siento en la bañera con las piernas cruzadas, me tumbo en el suelo. Me lleno de mierda aunque haya limpiado el suelo esta mañana porque vivo en una casa de arena. Me lavo, me ensucio, me canso, duermo, despierto. Tengo frío y me arropo y tengo hambre y como. Decido poner mi felicidad en todo lo que nadie va a poner en una carta de recomendación.

Miro el espejo, miro el calendario, me cuento las arrugas, las canas, la celutitis. Me río de nuevo. Me siento la voz más ronca, la sonrisa y las caderas más anchas. Los ciclos menstruales dolorosos como partos. Me estoy acercando a un momento en el que la torre será un árbol. Me estoy acercando a la primavera que dirije la luna llena con la que hablaba ayer por la ventana. Cubro mi cuerpo de hojas verdes y hojas secas, así no se me ven más los defectos. Leo libros feministas. Leo libros de mujeres. Comulgo con algunas cosas y con otras me contradigo. Comulgo la masculinidad del terreno gitano de las bodas de antes. Comulgo con la mantilla y me casaré con el velo. Todo puede volverse a escribir.

Todo puede ser dibujado. Collageado. Photoshopeado (tambien mi celulitis). Todo puede ser profundo o tremendamente superficial. Y entre ambos puntos me muevo, porque me gusta hablar de cómo cuece las patatas la mujer de mi frutero para hacer recetas de mujer de mi casa. Porque quiero abrir la ventana del mundo de las mujeres que nunca he entendido por qué no sintieron la necesidad de salir de sus ciudades.

Ahora me veo sin ganas de salir de la tierra que me está creciendo dentro. Veo las estaciones venir, sé que viene la primavera, y no quiero moverme. Estoy aquí con un ojo en cualquier allá que se me presente. Borboteo marzo porque me falta poco para hacerme más vieja. Más sabia, como la corteza de este árbol. Más ferviente, como las ancianas que van a misa. Más terrenal, como tirarse en el suelo a estirar la columna vertebral. Más superficial, como las vidas en las que me asomo por sed antropológica. Más conectada, como me lo dice el viento, la luna, el mar, y el espejo. Más liada. En la cabeza, con mis historias. Y ahora también, con mi pelo.

 

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Lo prometido es duda.

Me escapo del calor de la cama sin que me importe mucho. Últimamente son muchas las madrugadas que me encuentran así. Mirando el  techo, encadenando pensamientos ilógicos con un sentido que se encuentro solo en el duermevela que lucha con el inconsciente.

Casi todas las veces que me pasa me siento culpable. Pero no lo puedo evitar, no puedo negarme a mí misma. Tiene que quedar algo de mí para sostenerme cuando no me den nada los otros. Camino con los pies descalzos por el pasillo a oscuras como un sonámbulo dispuesto a atacar el frigorífico. Mi presa son los dígitos conocidos que iluminan las teclas del teléfono. Espero un par de tonos. El abismo me traga cuando al otro lado alguien descuelga el teléfono.

Silencio.

No lo podía evitar, sé que no puedo hacer ésto, pero no hay nada que me ayude más a dormir que todo lo que no he hecho nunca junto en mi cabeza como manchones en un lienzo blanco. Entiendo el febril aumento del látido cardíaco esperando un mensaje desde el más allá de la línea telefónica, pero sólo me responden las campanas del ayuntamiento dando las cuatro.

Mi silente interlocutor carraspea al otro lado. Escucho el nervosismo, sé que estás ahí, pero malhumorado. Con ganas de que te dejen dormir, de que te dejen vivir y no paren tu vida a estas horas de la noche. Y yo misma querría no depender de esta conversación para coger el sueño, para que mis fantasías me dejaran en paz únicamente cuando las pusiera por escrito.

Ya no sé si me siento más una heroína o una torre, si por la sangre de mis venas a veces no corre la vida de antes, y entonces tengo que inventarte (me). Están todos los fuegos apagados con las brasas aún templadas. Necesito agarrar el teléfono y sentir la respiración al otro lado  para saber que hay una parte que puede quemar aunque no pueda mostrársela a nadie.

«Porque siempre hay algo de uno mismo que ni la vida ni los otros entienden. Pero hay que mantenerlo vivo» te digo.

Suspiras ruidosamente. Creo que estas cansado de sostener mis fantasías. De ser el hilo que ata mi piel a otro mundo, el que me reservo para decir que nunca le dí todo a nadie.

Te impacientas al otro lado del teléfono.

Me siento una idiota cuando veo mi reflejo en el espejo, sentada en el suelo con la cabeza escondida entre las rodillas y el auricular en la mano. Me alegro de que tú no me veas, tantas veces tan cansada. Tan poca de la que era antes, corriendo por una autopista en julio.

«Deberías tratar de dormir» dices, por fín.

«No puedo, entonces sueño, miro el techo y no se si estoy aquí o allí»

«Natural, a mí también me pasa»

Te pasaría si te dejara dormir tranquilo.

«¿Que sueñas?» me atrevo a preguntarte.

Contestas que no quieres jugar a eso. Tengo una baraja de naipes y a cada negativa voy quemando una a una las cartas. Cuando se me acaben las oportunidades me quedaré vacía y sin imágenes que escribir deprisa y corriendo. Necesito saber algo más de los otros.

«¿Qué sueñas?» insisto.

Y mientras no respondes es como si pudiera verte allí donde estás en realidad, rígido, con la boca contraída, los hombros caídos y tus dedos índice y pulgar en continuo movimiento.

Resoplas, y como cada noche, sé que tienes el teléfono en la mano, con una varita mágica con la que poder calmar mi ansia o apagar la ultimas brasas encendidas. Ambas posibilidades como la pastilla azul y la roja. Lo único que percibo es que aguantas el aire en los pulmones. Finalmente, un instante antes de sentir la brusca interrupción de la linea, oigo tu voz resignada y serena que responde

«Torres, sueño torres»

El chico del supermercado

 

En un día como hoy, en los que la tramontana es tan fuerte que apenas te deja respirar por la nariz sin sentir dolor en la parte alta de los párpados, con el sol cayendo lentamente sobre los edificios dando por concluido el dia de manera prematura, te llevaría a tomar un café. Iría contigo, pero sería yo quien te arrastrara por las calles, como si mi espontanea voluntad hubiera sido la gota que colmo el vaso, la decisión última de hacerlo, porque invitarme a un café sería una de las cosas que te costaría más trabajo al mundo, después de verme sin bufanda, sin jersey, y sin camiseta.

Me daría por invitada, como si te estuviera haciendo un favor, con la sutil superioridad de quien imagina ya la conversación, los ojos esquivos, y el tono dudoso de tu voz, encogida por el nerviosismo.

Y serias tú, con los ojos medio bizcos de tanto mirarme el cuello y los labios repetidamente, el que acabarías por sorprenderme, y dejarme como un caído de guerra, con mis expectativas y mis convicciones de superioridad moral a la altura del betún. Porque de todos los encuentros, éste sería, quizás, el menos fortuito, después de años y años de verse entre los pasillos de un viejo sótano, diciendo las frases banales de cortesía que repetimos como dos loros. Pero de todos los encuentros, seria también el más inesperado, porque te encontraría distinto a la imagen y semejanza que uno hace de una persona, que cree conocer y juzgar al mismo tiempo. Y seguramente me demostrarías que soy yo la que siempre está equivocada, la que hace las cosas mal, la que no para de tener dudas (como, por otra parte, las tenemos todos, y todos las callamos) y me dirías, conformandote,como no soy capaz de hacerlo yo con todas las carencias de juventud y despreocupación que me faltan, que sí, igual las personas pueden ser etiquetadas, clasificadas, y metidas en distintos frascos de cristal, para una colección alternativa al lado del estante de las especias, pero que mis horas pasadas a mirar la tramontana por la ventana, con el sol que desciende sobre los edificios son todas inútiles, porque de tanto mirar a las personas me he quedado ciega, de tanto imaginar sus situaciones y rutinas me he perdido lavando los platos, y de tanto intentar conquistar a la gente con una fingida seguridad me he quedado sin armas. Sin argumentos, titubeando.

Mientras, tú me hablas de tantas cosas que aunque banales yo no he visto nunca. De una adolescencia pasada en otra lengua. De un parque húmedo y frio, bajo las luces de las farolas, dedicado a perfeccionar el arte de no morirse de frio, y sobretodo, de la supervivencia, de un trabajo logorante que no soy capaz de aceptar por mi orgullo de resabida, de letrada, de mujer de otra pasta. Yo no sabría nada de tus domingos simples, y verdaderos, y sin embargo me habría permitido el lujo de considerarlos menos. Como si mi condición de mirar por encima del hombro fuera justificado. Con el placer que produce que otros se enamoren de ti y lo vacía que te deja.

El problema de mi raíz está en el dilema que me hace renegar de la escritura, que me saca los colores y la fantasía, que me impide concentrarme en mi vida y me hace seguir demasiado las probables historias de los otros, y las vidas que no elijo y dejo atrás. Como cuando me encuentran ausente mientras me hablan y yo no escucho, condición que aceptan como natural todos los que me quieren, yo estoy a veces aquí y a veces en otra parte, sin saber cuànto de vida real tiene una o la otra. Si es verdad que en la que he escogido me encuentro a veces siendo otra persona, con tal de sobrevivir, haciéndome carnero en un rebaño de ovejas. Y tan difícil sería comprender, que mi cabeza es igual de real, y mis fantasías incombustibles e irrefenables son a veces los fueguitos que tengo que evitar para no quemarme. Yo tome un camino con mis decisiones y mi condición de imaginadora de situaciones está viviendo otras mientras tanto. Mientras miro por la ventana, mientras termino la enèsima conversación banal y salgo del supermercado.

 

Fueguitos

Hay ciertas cosas que te mueven por dentro, que encienden un fuego en una parte recondita (tienes que avivar ese fuego, recordarlo, evitar que se apague).

Comprender que de cualquier siuación la primera parte es tu cuerpo que intenta frenarte, intenta que no lo hagas (por la superviviencia, y eso). Y entonces se desencadenan las inseguridades, los miedos, y la incomodidad de lo nuevo y las primeras veces.

Después de esa etapa de mierda el mundo vuelve a brillar y todo es maravilloso.

Creí que seria una aventurera de las que no tienen casa, una conocedora del mundo, una viajera. Y resulta que soy todo lo contrario a eso. Algunas capacidades me faltan, porque no las he entrenado y se han adormecido, otras son características con las que yo he nacido y lugares donde me gusta acurrucarme, sin pensar mas adelante si sería feliz en cualquier otra parte. Soy feliz ahora, ¿para qué necesito cambiar el paisaje?

Sin embargo, lo reconozco, el ying yang de los acontecimientos necesita que metas sacos en ambos lados de la balanza. Y que mientras trabajas contigo misma la escritura, la enseñanza o las ideas extravagantes sobre la comida y tu cuerpo, también lo hagas en lo que se respecta al miedo a la soledad, la tolerancia y la elasticidad a las situaciones que no conoces, donde los saltos al vacio son una orden del día, y no una pesadilla, y donde empujarte al límite para crear una versión de tí misma más libre sea algo tan fundamental como aquello que te llevas a la boca.

Por eso me da esperanza el hecho de que todo o casi todo sea algo que, llevemos dentro o no, puede ser instruido, repetido y convertido en un hábito. Porque con todas las faltas que tengo en tantas características (que parece que mientras aprendo la vida adulta y encuentro mi equilibrio se me va olvidando lo que me componía cuando no tenía la cabeza encima de los hombros, aunque no haya pasado mucho desde entonces) es un alivio saber que no esta todo perdido si se sabe que esta todo perdido y se puede empezar de nuevo.

Lo importante, en cualquier caso, es que ya sea dando la vuelta al mundo en canoa o empezando un nuevo trabajo, todo se haga con dedicación, amor, pasión,  los brazos abiertos y el cerebro plástico. Porque sólo de este modo irá todo por donde tiene que ir.

Para algunos el verdadero viaje a la felicidad es descubrir nuevas tierras, para mí es tener nuevos ojos.

Todas las historias (II)

Todas las historias (II)

 (lo prometido es deuda)

Algo cambió y se fue trasformando conforme fueron avanzando los días. La simbiosis en el principio de aquella superviviencia les había consentido acampar por unas semanas, sin la necesidad de ser nómadas, sin tener que borrar las huellas y los rastros de leña que usaban para calentarse. De día dejaban el macuto dentro de la corteza hueca de un árbol marchito y de noche hacían turnos mientras el otro dormía en el jubón. Era un simple mecanismo para apartar bestias y peligros.

Había sido así desde hace algunos días, pero últimamente ella notaba que algo había cambiado. Casi no había palabras durante el almuerzo. Cada uno dedicaba los tiempos muertos a limpiar su armas en silencio. La caza era siempre por separado, y en ella, Trincea coría por el bosque con rabia y sin cuidado, preocupada sólo por llegar lo suficientemente cansada al campamento, aunque sin presa. Se había acostumbrado a tener una cena cazada por él, algún pez de riachuelo o unos conejos. Ya no quedaba mucho de la incertidumbre.

Esto llenaba de rabia sus pulmones. Si la rabia venía de él o del bosque no importaba, la tomaba con aquel lento compañero. Le empezó a molestar el chasquido cacofónico y rítmico que fabricaba con las piedras al hacer fuego, los murmullos de palabras incomprensivas mientras dormía, su mirada buscando explicaciones en los ojos de Trincea.  No sabía cuantas lunas habían pasado desde que ella le enseñó a pintar con sangre de animal las cortezas de los árboles para no perderse, y él le había enseñado los mapas de las estrellas. Se seguía sintiéndo estúpida cuando insistía en enseñarle a separar la piel del animal a tirones, y ella era incapaz de habituarse a aquellos movimientos, como si el alma de aquella inocente presa se escapara por el aire en aquel momento. Todo aquello que en un primer instante había parecido innovativo ahora le parecía banal y exagerado, porque cada uno veía distintos colores en el atardecer y el campamento se había convertido en una pantomina de lo que eran ellos: supervivientes.

La culpa de todo la tenía el sedentarismo. Ella no pidió ser ligada a las raíces de la tierra ni a ningún ser viviente en particular. Por esto, las noches dejó de vigilar y montar guardia y comenzó a pasearse adrenalínica en la penumbra del monte.

Un día se encontró un claro de helechos, y después de dejarlos medio calvos descargando su furia contra las plantas se dejó caer contra el pino más cercano. Le llegaban los indescifrales y conocidos sonidos de Jairo entre sueños, a unos metros de allí.Confundía el apacible sonido del cerro, la confundía a ella también. Comenzó a rasgar la corteza con enfado, con fruición, con rabia…

Te puse en antecedentes, Jairo, querido. Eso fue lo que pasó, con toda esta parafernalia de narrador omnisciente. El resto ya lo sabes, rasqué la corteza del árbol hasta que el agujero fue lo suficientemente grande como para que cupieran mis hombros. Si yo hubiera sabido lo que me esperaba del otro lado tal vez no me hubiera puesto tan melodramática, arañando estas puertas a otros mundos. Tal vez no hubiera desaparecido por el buco tempoespacial tan pronto, me hubiera quedado más en la comodidad del monte.

Pero la vida real y las circunstancias a veces te llaman con una voz tan ruidosa, sonora, potente y seductora que la poesía y todos sus sucedáneos se quedan como attrezzo de las vicisitudes, a veces incluso llegan a desaparecer.

Decía siempre (me decía a mí misma) que alguna vez me iría sin quedarme y aquí me veo, en otra montaña, diseñando mi casa entre palmeras y naranjos. No pude pensar en los demás mientras me lanzaba al vacío porque nunca dije que sería una compañera de viaje de nadie hasta ahora y ambos sabíamos que contábamos con la independencia de la literatura también por separado.

¿Te acuerdas del día que cumpliste 40 años y te llegó aquella carta mientras ibas a buscar a tu hija a la escuela? No, claro que no, porque aún no los has cumplido, pero tampoco tengas muchas esperanzas en recibirla, porque ya te estoy escribiendo esta, y puede que en lo que llegamos a viejos y cuarentones se nos olvide mandarlas, o pierdas la dirección y estemos ya tan lejos y en otros países de los que nos habremos ya olvidado hasta el nombre.

 

Todas las historias (I)

Todas las historias (I)

Después de todos estos años has encontrado mi guarida de roca y piel. Enhorabuena.

He visto que trabajabas, que sigues contaminando tu existencia con alcohol, para olvidar o recordar la literatura, y parece que te has olvidado de los bosques, de los pies descalzos, de la caza. Yo pude pasar por encima de todo aquello pero se quedaron los residuos naturales entre las uñas, y ahora vivo y combato con ello.

Deja que te cuente una historia.

Érase una vez una página en blanco. Un mundo sin personas. Un mundo vacío. Hicimos caer dos personajes en un decorado que construímos como un bosque lleno de peligros. Un decorado relleno de hierbajos y plantas curativas. La vida de aquellos dos era dura como una trinchera. Y, sin embargo, tenían la posibilidad, tenían las preocupaciones de unos folios de papel, unos horarios de clase, el gran problema de poder no hacer nada que matase la poesía. Tenían todo en ese bosque deshabitado que era una urna de cristal con el mundo exterior.

Pero un día, en el jardín del Edén y las bestias, donde casi nos agarramos a puños, se abrió una brecha, un agujero que conectaba con un mundo más duro que todas las criaturas que habíamos creado, pero un mundo más real. Tremendamente real.

¿Quieres que siga con la historia o escribes tú?

La primera en salir del mundo de las maravillas fuí yo. Se sabe que las niñas corremos y escribimos más rápido. Salí demasiado pronto. O tenía que ser de este modo. Salí de aquel mundo cuando las páginas, los libros y la literatura eran algo que de esta parte del bosque no me iba a salvar.  Pero tuve que salir cuando ví la brecha porque si no lo hacía me hubiera quedado como un Peter Pan encerrado en Nunca Jamás.

Lo abandoné durante algún tiempo, renegué de todo aquello que me construía. Porque mi armadura de libros y cuadernos era endeble e inútil contra las inclemencias y las muertes. Porque nunca me daría dinero. (Sé que hablo mucho de mí pero no sé lo que pasó contigo).

Poco a poco, intenté volver a los bosques, aunque ya eran otros. Tuve siempre presente un ojo a la ciudad, por si acaso. Ahora mi condición de improductividad es el trauma de las once de la mañana, pero he agarrado más tiempo que donar a la literatura.  A veces reniego de todos los años de peregrinación con ella y ella siempre me acaba atrapando. A veces pienso en acabar la historia de la chica del bosque, contestar a las cartas de ultramar que he recibido, pero he perdido las páginas del borrador y era una historia a cuatro manos imposible de ser contada con una sola voz (sería una mentira a medias).

A veces escribo poco y tan mal, que vuelvo a pensar que no quiero saber nada. Esta última parte de torre ha sido dificil, porque ahora está en medio del mar y las inclemencias y la sal carcomen la piedra. A veces las olas parecen que van a apagar el fuego de la torre quemada. Pero te juro que yo no les dejo. Por eso a veces pienso que sería capaz de contar todas las hisorias incluso sin ayuda de nadie. Cuando quiera contar aquella del mundo deshabitado encontraré tu dirección en la copa de algún árbol. Ni siquiera sé si salíste del bosque o sigues por ahí perdido.

 

 

La madonna de las montañas

La madonna de las montañas

Los domingos de curación son como las fiestas de guardar.

Te acercas al templo sediento, en ayunas, deseoso, y vuelves con el corazón tranquilo y las manos llenas de hierbas comestibles.

Mi templo tiene las paredes verdes de pinos y robles, las vidrieras son del gótico tardío de las nubes. Su iluminación cambia la transparencia, la salinidad y la agitación del lago, que es el púlpito. Como buena feligresa, convencida de esta religión que te limpia el cuerpo, llego a la misa  con flores silvestres enredadas en el pelo, hojas de helecho pegadas en los codos, ramichuelas como los ramos de los pobres. Una bigota que se acerca con la cabeza gacha, la china dentro del zapato, las rodillas manchadas de tierra. Siempre tengo los tobillos llenos de picaduras de ortigas y mosquitos.

Los fieles no llegamos impolutos, vamos al lago a lavar nuestras preocupaciones, a sentirnos mejor por nuestros fingidos olvidos. Olvidamos la rabia que nos construimos a nosotros mismos dejándonos proyectar nuestra vida de las circunstancias de los otros, en lugar de proyectarnos en una casa de madera y atrevernos a ser felices como los ermitaños que somos por dentro. Pedimos perdón por tratar de tener los deseos incongruentes de los demás, como si eso nos fuera a dar una felicidad que no consiguimos arrancarnos de la piel. Todos los devotos de la virgen del monte sabemos que nuestra casa, nuestra vida y nuestros sueños están hechos del mismo material que las cortezas de los árboles.

El amor de mi vida sabe que vengo con fe devota, con las palmas abiertas por las heridas de una mañana de guerra leñadora. Por eso me deja tranquila, se sienta en otro peñasco lo suficientemente lejos para que yo pueda escuchar lo que me dice el lago, o que el lago escuche lo que yo le digo (como si un lago pudiera estar al tanto de las visicitudes de los humanos, tenemos la mala costumbre de creer que los dioses escuchan las plegarias de engranajes tan inútiles como nosotros).

Empieza el concierto sólo cuando cierro los ojos. La misa es el silencio interrumpido por el repiqueteo de las ondas contra las piedras de la orilla. Cuando exhalo noto el aire abandonar mi cuerpo a través de los dedos, como si fuera un pianista acompañando la melodía de los cantos rodados.  El amor de mi vida escucha la misa en otro lado, porque él tiene los ojos de agua salada y le reza a otro paisaje diferente (un paisaje de olas y pulpos entre las rocas) pero entiende que yo soy la tierra seca y la madera fría del invierno, y me trae siempre aquí porque si no me moriría entre toda esa humedad. Después del sermón me siento liberada. Me hago una señal de la cruz sin cruces pero con pinos y sé que mi vida se vuelve a unir a los pulmones de la tierra.

La gente sigue tallando esas formas de hombres en las iglesias, cuando la catedral verdadera se encuentra en estos bosques. La línea directa con las montañas es la religión que me ha conquistado después de todos los años de peregrinación agnóstica. Muchos se llevarían las manos a la cabeza, profana, mendiga, mundana, atea, pagana. Besarían su cruz de plata y seguirían viviendo su vida entre los edificios de quince plantas y la línea matropolitana. Lo cierto es que tampoco me importa.

 

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