Lo prometido es duda.

Me escapo del calor de la cama sin que me importe mucho. Últimamente son muchas las madrugadas que me encuentran así. Mirando el  techo, encadenando pensamientos ilógicos con un sentido que se encuentro solo en el duermevela que lucha con el inconsciente.

Casi todas las veces que me pasa me siento culpable. Pero no lo puedo evitar, no puedo negarme a mí misma. Tiene que quedar algo de mí para sostenerme cuando no me den nada los otros. Camino con los pies descalzos por el pasillo a oscuras como un sonámbulo dispuesto a atacar el frigorífico. Mi presa son los dígitos conocidos que iluminan las teclas del teléfono. Espero un par de tonos. El abismo me traga cuando al otro lado alguien descuelga el teléfono.

Silencio.

No lo podía evitar, sé que no puedo hacer ésto, pero no hay nada que me ayude más a dormir que todo lo que no he hecho nunca junto en mi cabeza como manchones en un lienzo blanco. Entiendo el febril aumento del látido cardíaco esperando un mensaje desde el más allá de la línea telefónica, pero sólo me responden las campanas del ayuntamiento dando las cuatro.

Mi silente interlocutor carraspea al otro lado. Escucho el nervosismo, sé que estás ahí, pero malhumorado. Con ganas de que te dejen dormir, de que te dejen vivir y no paren tu vida a estas horas de la noche. Y yo misma querría no depender de esta conversación para coger el sueño, para que mis fantasías me dejaran en paz únicamente cuando las pusiera por escrito.

Ya no sé si me siento más una heroína o una torre, si por la sangre de mis venas a veces no corre la vida de antes, y entonces tengo que inventarte (me). Están todos los fuegos apagados con las brasas aún templadas. Necesito agarrar el teléfono y sentir la respiración al otro lado  para saber que hay una parte que puede quemar aunque no pueda mostrársela a nadie.

«Porque siempre hay algo de uno mismo que ni la vida ni los otros entienden. Pero hay que mantenerlo vivo» te digo.

Suspiras ruidosamente. Creo que estas cansado de sostener mis fantasías. De ser el hilo que ata mi piel a otro mundo, el que me reservo para decir que nunca le dí todo a nadie.

Te impacientas al otro lado del teléfono.

Me siento una idiota cuando veo mi reflejo en el espejo, sentada en el suelo con la cabeza escondida entre las rodillas y el auricular en la mano. Me alegro de que tú no me veas, tantas veces tan cansada. Tan poca de la que era antes, corriendo por una autopista en julio.

«Deberías tratar de dormir» dices, por fín.

«No puedo, entonces sueño, miro el techo y no se si estoy aquí o allí»

«Natural, a mí también me pasa»

Te pasaría si te dejara dormir tranquilo.

«¿Que sueñas?» me atrevo a preguntarte.

Contestas que no quieres jugar a eso. Tengo una baraja de naipes y a cada negativa voy quemando una a una las cartas. Cuando se me acaben las oportunidades me quedaré vacía y sin imágenes que escribir deprisa y corriendo. Necesito saber algo más de los otros.

«¿Qué sueñas?» insisto.

Y mientras no respondes es como si pudiera verte allí donde estás en realidad, rígido, con la boca contraída, los hombros caídos y tus dedos índice y pulgar en continuo movimiento.

Resoplas, y como cada noche, sé que tienes el teléfono en la mano, con una varita mágica con la que poder calmar mi ansia o apagar la ultimas brasas encendidas. Ambas posibilidades como la pastilla azul y la roja. Lo único que percibo es que aguantas el aire en los pulmones. Finalmente, un instante antes de sentir la brusca interrupción de la linea, oigo tu voz resignada y serena que responde

«Torres, sueño torres»

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