i miei occhi sono pieni di sale

Fui a la montaña para ver si veía la vida.

Para ver qué color tiene aquí el cielo al amanecer, todas las estrellas que en la costa no existen gracias a la humedad y la sal; para ver si yo podría, en algún modo que desconocía, ser aún elástica, aventurera, aceptar la soledad y la falta de internet como algo inherente a mis vértebras.

Fui a la montaña para sentir el olor de los árboles, para tumbarme en medio de ellos y ver el aire agitar sus copas, para que me dieran igual las arañas que se divertían recorriendo mis brazos y mi pelo.

Quería una sensación o una consciencia, una idea, que me diera a entender que yo estaba ahí y no en otros millones de posibles sitios por una razón, o bien que el bosque me acogiera entre sus brazos y dijera: el no tiempo, la lista de cosas que hacer en un día rota en mil pedazos y la ausencia de líneas que conectan al mundo exterior son las claves de tu próxima existencia, son la posibilidad.

Y sin embargo eran justo todo lo contrario. Fui a la montaña para anhelar todo lo que tenía, para ver que mi casa en medio de las palmeras, mis grados de humedad sofocantes, el salitre en mi piel y la humedad en mi pelo, el pueblo a merced de las corrientes del aire, acalorado o gélido según le diera la gana al scirocco o a la tramontana, eran mis dos nuevos y únicos puntos cardinales. Eran la única cosa de la que quería beber, el agua salada. Y toda esta luz que te inunda los ojos desde las seis de la mañana hasta un tramonto rosa (nunca naranja, como en la tierra de campos) sería la clave para saberme en un lugar seguro. En un lugar que mi cuerpo aceptaba como suyo, en una transición a una persona distinta, que ya no es capaz de hacer cualquier cosa a menos de quince grados, que se refugia del frío en una casa con olor a leña en lugar de combatirlo y curtirse sus modos castellanos. Que ahora solo ofrece una visión esperpéntica de lo poco que trabajan con caribeños porque el sol pega demasiado durante la tarde. Como aquí.

Como en este pueblo a forma de C, donde la lluvia se para diez km antes de llegar. Donde puedes caminar por la tarde y que la sal del mar te llegue al cerebro. Donde puedes sentirte marítima, y dejarte llevar por corrientes como una poseidonia, solo porque desde todos los puntos de tu casa encuentras un pedazo de azul salado. Porque aquí es donde existes, donde existes fuerte, donde sigues y no te rindes. Donde llorar mucho  aún así no querer marcharse.

Me lo habían avisado con frases dialectales, yo no se si dejare este pedazo de tierra nunca. Porque el mar, o la ciudad, o los atardeceres, o los alimentos, tienen un poder de atracción que es una ancla en el pie izquierdo, que son raíces que se van llenando de algas y mejillones. Porque te vas sintiendo la piel curtida, te vas sintiendo estandarte de deportes acuáticos practicados en invierno, a los ojos incrédulos de los viandantes. Porque la arena se te mete en los ojos, porque solo deseas vivir con aquel que te encontraste con los ojos llenos de sal y el mar dentro, y ahora tienes olas que van y vienen modelando esta torre de piedra Villamayor.

Fui a la montaña porque sabia que existía, una parte de mí que aún podía ser de secano, pero ahora tengo las manos rugosas y ato nudos marineros. Ahora soy parte de asociaciones navales, entiendo de mareas, luchamos contra el salitre. Ahora mi dermatitis acepta la derrota y la alta presión son solo dolores de cabeza cuando subo a otras cuotas. Por eso han hecho a todos así de bajitos. Así de lentos, así de testarudos.

Por eso yo me empeño a todo con todas las fuerzas. Porque cuando no las tengo voy al mar y este mar me habla. Y este cielo me cubre, y esta luz me da fuerzas. Y todos mis fueros internos ahora se guían por una maldita rosa de los vientos, que es la que organiza nuestros horarios de vida y actividad.

No se si quería ser tan poco maleable, como cuando dejas la barca en puerto y ya no hay modo de moverla. Pero de algún modo entiendo por que mis crisis místicas no encuentran una salida. Igual es que no quiero moverme de un sitio que te da con las olas en la cara, que es una tormenta perfecta en la que tragas mas agua de la que deberías, y acabas con las quemaduras en la piel que te garantizan una vida más breve. Pero sales siempre de ahí, cuando se calma el mar. Miras a tu alrededor y te ves victorioso, más preparado para la próxima marejada.

Y mucho más vivo de lo que has estado nunca.

 

Marzo

Si me convierto en un árbol. Si me salen ramas (alas) y raíces. ¿Qué árbol seré?

La playa, el viento, scirocco. Primer día de primavera del año. La vida. Volver a casa tirada por el huracán de aire caliente. Tirada, no mecida. Yo que me veo con algo que ayer no tenía.

La casa, la infusión, los olores. Eucalipto, melissa, manzanilla y mis preferidos. La canela, el jengibre, y la lista de cosas que hacer que, de nuevo, ignoro.

El baño, el reflejo, las tijeras, el reflejo, las tijeras con el pelo húmedo, con el pelo limpio, con el pelo liso, con el pelo seco. Mucho mejor, el reflejo, digo.

La risa. Los calcetines que no hacen marcas en las pantorrillas. Tres capas menos. Tender la ropa en manga corta. “A tender la ropa” decía cuando me iba. Me he ido tantas veces pero afortunadamente aquí sigo dentro de mí. A veces me represento.

La noche, bodas de sangre, el jinete, el verde, el secarral. La novia. Te voy a abrazar 40 años seguidos. Me giro, me vuelvo, galopo, me quedo. El secarral de allí. El de aquí. Mi tierra húmeda llena de hinojo. Me envalentono y te digo, que tienes los ojitos como fruta del olivo. Un olivo, una encina, un árbol entero dentro de mí. Cambiemos la torre por el árbol, hagamos de esto algo más proficuo.

La improductividad. Los deberes. Las carreras. La actividad. Ahora sueño que hago esto. Ojalá la vida fuera tan simple como lo es a veces transportar la fruta a casa. Las obligaciones. El sueño. Despierto y vuelvo a empezar. Igual mañana iré más despacio. (Conociéndome, no lo creo, ni siquiera me da tiempo a escribir lo que mi cabeza redacta).

La lluvia. Lluvia dos meses seguidos. Los huesos calados hasta el tuétano. Todas las palabras que me gustan y que no quiero olvidar. Repítelas ante el espejo, mantra motivacional. Como carne porque ya no veo el animal. Porque yo era ésta y ahora soy otra. En realidad soy la misma pero tengo menos cabellera. El aire ya no era capaz de despeinarme.

Me siento en la silla, me siento en la cama, me siento en la bañera con las piernas cruzadas, me tumbo en el suelo. Me lleno de mierda aunque haya limpiado el suelo esta mañana porque vivo en una casa de arena. Me lavo, me ensucio, me canso, duermo, despierto. Tengo frío y me arropo y tengo hambre y como. Decido poner mi felicidad en todo lo que nadie va a poner en una carta de recomendación.

Miro el espejo, miro el calendario, me cuento las arrugas, las canas, la celutitis. Me río de nuevo. Me siento la voz más ronca, la sonrisa y las caderas más anchas. Los ciclos menstruales dolorosos como partos. Me estoy acercando a un momento en el que la torre será un árbol. Me estoy acercando a la primavera que dirije la luna llena con la que hablaba ayer por la ventana. Cubro mi cuerpo de hojas verdes y hojas secas, así no se me ven más los defectos. Leo libros feministas. Leo libros de mujeres. Comulgo con algunas cosas y con otras me contradigo. Comulgo la masculinidad del terreno gitano de las bodas de antes. Comulgo con la mantilla y me casaré con el velo. Todo puede volverse a escribir.

Todo puede ser dibujado. Collageado. Photoshopeado (tambien mi celulitis). Todo puede ser profundo o tremendamente superficial. Y entre ambos puntos me muevo, porque me gusta hablar de cómo cuece las patatas la mujer de mi frutero para hacer recetas de mujer de mi casa. Porque quiero abrir la ventana del mundo de las mujeres que nunca he entendido por qué no sintieron la necesidad de salir de sus ciudades.

Ahora me veo sin ganas de salir de la tierra que me está creciendo dentro. Veo las estaciones venir, sé que viene la primavera, y no quiero moverme. Estoy aquí con un ojo en cualquier allá que se me presente. Borboteo marzo porque me falta poco para hacerme más vieja. Más sabia, como la corteza de este árbol. Más ferviente, como las ancianas que van a misa. Más terrenal, como tirarse en el suelo a estirar la columna vertebral. Más superficial, como las vidas en las que me asomo por sed antropológica. Más conectada, como me lo dice el viento, la luna, el mar, y el espejo. Más liada. En la cabeza, con mis historias. Y ahora también, con mi pelo.

 

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El chico del supermercado

 

En un día como hoy, en los que la tramontana es tan fuerte que apenas te deja respirar por la nariz sin sentir dolor en la parte alta de los párpados, con el sol cayendo lentamente sobre los edificios dando por concluido el dia de manera prematura, te llevaría a tomar un café. Iría contigo, pero sería yo quien te arrastrara por las calles, como si mi espontanea voluntad hubiera sido la gota que colmo el vaso, la decisión última de hacerlo, porque invitarme a un café sería una de las cosas que te costaría más trabajo al mundo, después de verme sin bufanda, sin jersey, y sin camiseta.

Me daría por invitada, como si te estuviera haciendo un favor, con la sutil superioridad de quien imagina ya la conversación, los ojos esquivos, y el tono dudoso de tu voz, encogida por el nerviosismo.

Y serias tú, con los ojos medio bizcos de tanto mirarme el cuello y los labios repetidamente, el que acabarías por sorprenderme, y dejarme como un caído de guerra, con mis expectativas y mis convicciones de superioridad moral a la altura del betún. Porque de todos los encuentros, éste sería, quizás, el menos fortuito, después de años y años de verse entre los pasillos de un viejo sótano, diciendo las frases banales de cortesía que repetimos como dos loros. Pero de todos los encuentros, seria también el más inesperado, porque te encontraría distinto a la imagen y semejanza que uno hace de una persona, que cree conocer y juzgar al mismo tiempo. Y seguramente me demostrarías que soy yo la que siempre está equivocada, la que hace las cosas mal, la que no para de tener dudas (como, por otra parte, las tenemos todos, y todos las callamos) y me dirías, conformandote,como no soy capaz de hacerlo yo con todas las carencias de juventud y despreocupación que me faltan, que sí, igual las personas pueden ser etiquetadas, clasificadas, y metidas en distintos frascos de cristal, para una colección alternativa al lado del estante de las especias, pero que mis horas pasadas a mirar la tramontana por la ventana, con el sol que desciende sobre los edificios son todas inútiles, porque de tanto mirar a las personas me he quedado ciega, de tanto imaginar sus situaciones y rutinas me he perdido lavando los platos, y de tanto intentar conquistar a la gente con una fingida seguridad me he quedado sin armas. Sin argumentos, titubeando.

Mientras, tú me hablas de tantas cosas que aunque banales yo no he visto nunca. De una adolescencia pasada en otra lengua. De un parque húmedo y frio, bajo las luces de las farolas, dedicado a perfeccionar el arte de no morirse de frio, y sobretodo, de la supervivencia, de un trabajo logorante que no soy capaz de aceptar por mi orgullo de resabida, de letrada, de mujer de otra pasta. Yo no sabría nada de tus domingos simples, y verdaderos, y sin embargo me habría permitido el lujo de considerarlos menos. Como si mi condición de mirar por encima del hombro fuera justificado. Con el placer que produce que otros se enamoren de ti y lo vacía que te deja.

El problema de mi raíz está en el dilema que me hace renegar de la escritura, que me saca los colores y la fantasía, que me impide concentrarme en mi vida y me hace seguir demasiado las probables historias de los otros, y las vidas que no elijo y dejo atrás. Como cuando me encuentran ausente mientras me hablan y yo no escucho, condición que aceptan como natural todos los que me quieren, yo estoy a veces aquí y a veces en otra parte, sin saber cuànto de vida real tiene una o la otra. Si es verdad que en la que he escogido me encuentro a veces siendo otra persona, con tal de sobrevivir, haciéndome carnero en un rebaño de ovejas. Y tan difícil sería comprender, que mi cabeza es igual de real, y mis fantasías incombustibles e irrefenables son a veces los fueguitos que tengo que evitar para no quemarme. Yo tome un camino con mis decisiones y mi condición de imaginadora de situaciones está viviendo otras mientras tanto. Mientras miro por la ventana, mientras termino la enèsima conversación banal y salgo del supermercado.

 

Fueguitos

Hay ciertas cosas que te mueven por dentro, que encienden un fuego en una parte recondita (tienes que avivar ese fuego, recordarlo, evitar que se apague).

Comprender que de cualquier siuación la primera parte es tu cuerpo que intenta frenarte, intenta que no lo hagas (por la superviviencia, y eso). Y entonces se desencadenan las inseguridades, los miedos, y la incomodidad de lo nuevo y las primeras veces.

Después de esa etapa de mierda el mundo vuelve a brillar y todo es maravilloso.

Creí que seria una aventurera de las que no tienen casa, una conocedora del mundo, una viajera. Y resulta que soy todo lo contrario a eso. Algunas capacidades me faltan, porque no las he entrenado y se han adormecido, otras son características con las que yo he nacido y lugares donde me gusta acurrucarme, sin pensar mas adelante si sería feliz en cualquier otra parte. Soy feliz ahora, ¿para qué necesito cambiar el paisaje?

Sin embargo, lo reconozco, el ying yang de los acontecimientos necesita que metas sacos en ambos lados de la balanza. Y que mientras trabajas contigo misma la escritura, la enseñanza o las ideas extravagantes sobre la comida y tu cuerpo, también lo hagas en lo que se respecta al miedo a la soledad, la tolerancia y la elasticidad a las situaciones que no conoces, donde los saltos al vacio son una orden del día, y no una pesadilla, y donde empujarte al límite para crear una versión de tí misma más libre sea algo tan fundamental como aquello que te llevas a la boca.

Por eso me da esperanza el hecho de que todo o casi todo sea algo que, llevemos dentro o no, puede ser instruido, repetido y convertido en un hábito. Porque con todas las faltas que tengo en tantas características (que parece que mientras aprendo la vida adulta y encuentro mi equilibrio se me va olvidando lo que me componía cuando no tenía la cabeza encima de los hombros, aunque no haya pasado mucho desde entonces) es un alivio saber que no esta todo perdido si se sabe que esta todo perdido y se puede empezar de nuevo.

Lo importante, en cualquier caso, es que ya sea dando la vuelta al mundo en canoa o empezando un nuevo trabajo, todo se haga con dedicación, amor, pasión,  los brazos abiertos y el cerebro plástico. Porque sólo de este modo irá todo por donde tiene que ir.

Para algunos el verdadero viaje a la felicidad es descubrir nuevas tierras, para mí es tener nuevos ojos.

Todas las historias (I)

Todas las historias (I)

Después de todos estos años has encontrado mi guarida de roca y piel. Enhorabuena.

He visto que trabajabas, que sigues contaminando tu existencia con alcohol, para olvidar o recordar la literatura, y parece que te has olvidado de los bosques, de los pies descalzos, de la caza. Yo pude pasar por encima de todo aquello pero se quedaron los residuos naturales entre las uñas, y ahora vivo y combato con ello.

Deja que te cuente una historia.

Érase una vez una página en blanco. Un mundo sin personas. Un mundo vacío. Hicimos caer dos personajes en un decorado que construímos como un bosque lleno de peligros. Un decorado relleno de hierbajos y plantas curativas. La vida de aquellos dos era dura como una trinchera. Y, sin embargo, tenían la posibilidad, tenían las preocupaciones de unos folios de papel, unos horarios de clase, el gran problema de poder no hacer nada que matase la poesía. Tenían todo en ese bosque deshabitado que era una urna de cristal con el mundo exterior.

Pero un día, en el jardín del Edén y las bestias, donde casi nos agarramos a puños, se abrió una brecha, un agujero que conectaba con un mundo más duro que todas las criaturas que habíamos creado, pero un mundo más real. Tremendamente real.

¿Quieres que siga con la historia o escribes tú?

La primera en salir del mundo de las maravillas fuí yo. Se sabe que las niñas corremos y escribimos más rápido. Salí demasiado pronto. O tenía que ser de este modo. Salí de aquel mundo cuando las páginas, los libros y la literatura eran algo que de esta parte del bosque no me iba a salvar.  Pero tuve que salir cuando ví la brecha porque si no lo hacía me hubiera quedado como un Peter Pan encerrado en Nunca Jamás.

Lo abandoné durante algún tiempo, renegué de todo aquello que me construía. Porque mi armadura de libros y cuadernos era endeble e inútil contra las inclemencias y las muertes. Porque nunca me daría dinero. (Sé que hablo mucho de mí pero no sé lo que pasó contigo).

Poco a poco, intenté volver a los bosques, aunque ya eran otros. Tuve siempre presente un ojo a la ciudad, por si acaso. Ahora mi condición de improductividad es el trauma de las once de la mañana, pero he agarrado más tiempo que donar a la literatura.  A veces reniego de todos los años de peregrinación con ella y ella siempre me acaba atrapando. A veces pienso en acabar la historia de la chica del bosque, contestar a las cartas de ultramar que he recibido, pero he perdido las páginas del borrador y era una historia a cuatro manos imposible de ser contada con una sola voz (sería una mentira a medias).

A veces escribo poco y tan mal, que vuelvo a pensar que no quiero saber nada. Esta última parte de torre ha sido dificil, porque ahora está en medio del mar y las inclemencias y la sal carcomen la piedra. A veces las olas parecen que van a apagar el fuego de la torre quemada. Pero te juro que yo no les dejo. Por eso a veces pienso que sería capaz de contar todas las hisorias incluso sin ayuda de nadie. Cuando quiera contar aquella del mundo deshabitado encontraré tu dirección en la copa de algún árbol. Ni siquiera sé si salíste del bosque o sigues por ahí perdido.

 

 

La madonna de las montañas

La madonna de las montañas

Los domingos de curación son como las fiestas de guardar.

Te acercas al templo sediento, en ayunas, deseoso, y vuelves con el corazón tranquilo y las manos llenas de hierbas comestibles.

Mi templo tiene las paredes verdes de pinos y robles, las vidrieras son del gótico tardío de las nubes. Su iluminación cambia la transparencia, la salinidad y la agitación del lago, que es el púlpito. Como buena feligresa, convencida de esta religión que te limpia el cuerpo, llego a la misa  con flores silvestres enredadas en el pelo, hojas de helecho pegadas en los codos, ramichuelas como los ramos de los pobres. Una bigota que se acerca con la cabeza gacha, la china dentro del zapato, las rodillas manchadas de tierra. Siempre tengo los tobillos llenos de picaduras de ortigas y mosquitos.

Los fieles no llegamos impolutos, vamos al lago a lavar nuestras preocupaciones, a sentirnos mejor por nuestros fingidos olvidos. Olvidamos la rabia que nos construimos a nosotros mismos dejándonos proyectar nuestra vida de las circunstancias de los otros, en lugar de proyectarnos en una casa de madera y atrevernos a ser felices como los ermitaños que somos por dentro. Pedimos perdón por tratar de tener los deseos incongruentes de los demás, como si eso nos fuera a dar una felicidad que no consiguimos arrancarnos de la piel. Todos los devotos de la virgen del monte sabemos que nuestra casa, nuestra vida y nuestros sueños están hechos del mismo material que las cortezas de los árboles.

El amor de mi vida sabe que vengo con fe devota, con las palmas abiertas por las heridas de una mañana de guerra leñadora. Por eso me deja tranquila, se sienta en otro peñasco lo suficientemente lejos para que yo pueda escuchar lo que me dice el lago, o que el lago escuche lo que yo le digo (como si un lago pudiera estar al tanto de las visicitudes de los humanos, tenemos la mala costumbre de creer que los dioses escuchan las plegarias de engranajes tan inútiles como nosotros).

Empieza el concierto sólo cuando cierro los ojos. La misa es el silencio interrumpido por el repiqueteo de las ondas contra las piedras de la orilla. Cuando exhalo noto el aire abandonar mi cuerpo a través de los dedos, como si fuera un pianista acompañando la melodía de los cantos rodados.  El amor de mi vida escucha la misa en otro lado, porque él tiene los ojos de agua salada y le reza a otro paisaje diferente (un paisaje de olas y pulpos entre las rocas) pero entiende que yo soy la tierra seca y la madera fría del invierno, y me trae siempre aquí porque si no me moriría entre toda esa humedad. Después del sermón me siento liberada. Me hago una señal de la cruz sin cruces pero con pinos y sé que mi vida se vuelve a unir a los pulmones de la tierra.

La gente sigue tallando esas formas de hombres en las iglesias, cuando la catedral verdadera se encuentra en estos bosques. La línea directa con las montañas es la religión que me ha conquistado después de todos los años de peregrinación agnóstica. Muchos se llevarían las manos a la cabeza, profana, mendiga, mundana, atea, pagana. Besarían su cruz de plata y seguirían viviendo su vida entre los edificios de quince plantas y la línea matropolitana. Lo cierto es que tampoco me importa.

 

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Qué hice el último mes.

Qué hice el último mes.

Internet es un arma y una herramienta espectacular. Es algo que va más allá de lo que nosotros podemos abarcar. Hoy en día no podemos viajar, cocinar, hacer deporte, aprender algo, divertirnos, hacer amigos, leer o comprar sin internet. Entre otras muchas cosas.

Esto no es una parrafada resumiendo los últimos documentales que he visto. Aunque sí tengo que decir que los libros y los documentales tienen un efecto espasmótico sobre mí. Después de leer La enzima prodigiosa y de ver Cowspiracy me volví vegana, hace un año. Después de ver Lo and Behold y Live in Public tomo esta decisión. O soy muy impresionable o verdaderamente necesitamos no dejar nunca de aprender y abrir los ojos hacia algunas cosas. Lógicamente la experiencia de vida y las circunstancias marcan el inicio de ciertas reflexiones que encuentran el sustento en los libros y documentales que utilizas para profundizar en el argumento. Como decir que El estudio de China es mi libro de cabecera en el que reencuentro algunos de mis motivos y la fuerza para continuar a decir que no al 30 % de los alimentos.

No hay nada que no empiece con las sensaciones vividas en tu propia carne.

Y por eso de aquí en adelante no tendré ni twitter, ni facebook, ni instagram.

No quiero que ningún conocido del colegio o de la universidad me busque una tarde de domingo para ver cómo se ha desenvuelto la vida de mis últimos cinco años a través de mis fotos de perfil. No quiero que ni él ni otros puedan comparar mi vida con la suya para ver quién ha llegado más alto, quién es más feliz, quién se mantuvo en forma y con menos arrugas.

No quiero conocer a una persona en bicicleta y que me llegue una petición de amistad después de haberle dicho sólo mi nombre (sobretodo, porque con el casco y las gafas uno es irreconocible). Y que necesite mi instagram para saber cómo es mi cara sin elementos ciclisticos o para saber si tengo pareja.

No quiero desear las vidas (las porciones irreales de vidas) que mostramos en estas redes sociales. Donde tan pronto desearé vivir en Australia y comer fruta de la pasión con veinte kilos menos de los míos, como ir a Noruega en pleno invierno a beber chocolate caliente después de esquiar. No quiero desear trozos de vida que no existen en lugar de vivir la mía, que es real.

No quiero ser yo la que se compare. La que diga que soy demasiado joven o demasiado vieja para __. La que se pregunta si las circunstancias hubieran cambiado mi presente hacia uno mejor o peor. No quiero pensar que mis costumbres, mis aficiones, mis horarios y mis principios son justos o erróneos.

No quiero que una pantalla se adapte a mí. No quiero adaptar mi vida a una pantalla, unas canciones, unas frases, unas fotos de perfil. No quiero verme en las situaciones bellas y cotidianas de mi vida pensando en enseñarselo a un agujero negro sin identidad en lugar de vivirlo.

Cuando cumplí dieciséis años, me ví toda la serie de Al salir de clase. Yo soy una millenial, como se dice ahora, y no una chica de los ochenta. Lo cierto es que la comunicación, la relación humana, las sensaciones encontradas en tantas circunstancias me parecían mucho más reales en mi primera infancia que en mi juventud, cuando el facebook o el twitter o el fotolog, el blogspot o el youtube marcaban la interferencia entre la realidad y el personaje. Siempre pensé que me hubiera gustado vivir en aquella época de Al salir de clase, cuando los jóvenes se llamaban por telefono y enredaban el cable entre los dedos. Cuando se quedaba, y se hacían cosas. Y tu tenías la sensación de estar en el momento presente, sin interferencias. Algunos dirán que la tecnología es progreso, pero es un arma de doble filo, aunque sea banal decirlo.

Yo pienso que el progreso, o mejor dicho, el futuro, sólo es posible a través de la involución. Tenemos que recular como especie para evitar cargarnos todo lo bueno que nos queda en los próximos cincuenta años.

Tenemos que volver a alimentarnos con semillas, cereales, hortalizas y frutas, en lugar de alimentar a los animales con los cereales que salvarían al planeta de la hambruna.

Tenemos que volver a hacer pan, a cocinar comida real, a tratar nuestro cuerpo como un templo, para evitar las enfermedades que se derivan de los químicos y de la ausencia de nutrientes del 90 % de lo que hay en un supermercado.

Tenemos que inverir más en alimentos reales y menos en medicinas.

Tenemos que dejar de destruir ecosistemas y fauna.

Tenemos que volver a la autoproducción, a sentir el valor de las cosas a través del esfuerzo. Creo que algo que no requiere esfuerzo no te da la felicidad. Comer cuando tenemos hambre, dormir cuando estamos cansados, amar cuando hemos echado de menos y ducharnos cuando hemos sudado. Son los momentos en los que el ser humano se siente más animal, más humano, y más libre.

Tenemos, sobretodo, que vivir la vida que tenemos, y no las proyecciones de vida de los otros. La televisión basura, el mundo conectado que nos hace cada vez más solos. Dejar de etiquetar las cosas, no meternos más en casillas para sentirnos aceptados por parte de algo que nos pide todo y no nos da nada a cambio. Reducir horas de televisión, reducir pertenencias, reducir amigos, reducir deseos, reducir horas y horas de información delante de nuestros ojos. Reducir la sobreinformación.

Internet es la sobreinformación, la que hace que tú mismo ya no puedas elegir qué quieres buscar, leer, ver. La que te presenta todos los deseos que nunca podrás tener, el portal de la insatisfacción, la que te aleja de tu presente. Tenemos tantos amigos, tantas opciones, tantos sitios a los que ir, tantas cosas que hacer, y tanto que trabajar para conseguir esos estúpidos sueños prefabricados que nos hemos abrumado, y nos hemos quedado sin amigos, y sin querer estar con uno mismo. Sin opciones, porque ninguna es lo suficientemente buena comparada con otras que hemos visto o escuchado. Sin sitios a los que ir porque no estamos en el sitio en el que realmente estamos, no lo vemos, no lo agradecemos, no lo vivimos. Sin cosas que hacer porque a la larga lista de obligaciones se interpone la interferencia de la bandeja de facebook o el Candy Crush. Y sin sueños porque lo que soñamos es ficticio e irreal. Y tu sueño primigenio se te antoja pobre y simplista.

Para mi el progreso es decrecer, reducir, disminuir. Volver.

Es estar en el momento de ahora, con las nuevas horas de vida que se te ponen delante cuando eliminas las redes sociales (y te das cuenta de la cantidad de tiempo que pasabas en su compañía improductiva). Es vivir la vida que tienes, hasta verla sin los ojos de las expectativas. Sentirla tal y como es, y aceptarla. Aceptarte a tí mismo, aceptar tus elecciones, amar tus elecciones, y darles el valor real que tienen. Odio las frases rollo «Todo llega a quien sabe esperar» como si tu no tuvieras el control sobre tu felicidad. No es que nada va a llegar, es que ya ha llegado. Se trata de amar la vida que tienes. Y para eso creo que es necesario no dejarse influir, condicionar, comparar ni frustrar con las pequeñas piezas de la vida de los otros. Sobretodo si se nos muestran en bandejas de plata y tags.

He pasado un mes sin instagram, varios sin facebook, y me he dado cuenta de que he ganado en tiempo, en presencia, en felicidad, y he concluido y he hecho cosas que realmente quería hacer. Tengo sueños, deseos, proyectos. Pero todos ellos corresponden a mi vida real, conviven con las circunstancias que me rodean y son parte del camino que me compone. Un camino que, si me dejara influenciar por las redes sociales sería simple, retrógrado, doblegado, desaprovechado,  resignado, tradicionalista, y prematuro. Y que para mí lo fue hasta que apagué la conexión entre lo que esperaba de mi vida fantaseando con toda aquella sobreinformación y lo que me hacían entender que era el sueño real. Que para mí comenzó a ser el camino justo, ideal, y con sentido cuando me limité a vivirlo en el presente y a verlo con los ojos reales.

Me voy a la vida real, a la que tengo, a la que amo, a vivirla. A exprimirla con la fuerza que no me roba la publicidad y los cánones de vida perfecta. A pensar en mis prioridades como válidas y diversas del resto de los mortales, sin que esto sea un problema. Me voy a concentrar en mis principios, a decrecer, a reducir, a agradecer, y a cuidarme. Internet me estará esperando sólo para escribir o buscar recetas nuevas. Es estupendo saber que se acabó lo de cotillear y juzgar a gente, y que ya nadie podrá cotillear y juzgarte a ti, ni siquiera tú mismo.

 

Recomiendo enormemente:

  • Documentales : Cowspiracy, Meat the truth, Food Inc, (nutrición) Lo and Behold, We live in Public (internet) .
  • Libros: El estudio de China – Dr T.Colin Campbell, La enzima prodigiosa – Hiromi Shinya, Simplify – Joshua Becker.
  • Próximas lecturas: La vida líquida- Zygmunt Bauman, Los no lugares – Marc Augé.

Dejé-de-Esperar-Cosas-de-la-Vida-y-Empezaron-a-Suceder-Milagros1

Automático

Automático

veo el cielo.

Veo el cielo que cae de espaldas

(Me caigo de espaldas con él)

Este dolor de cabeza me ha vuelto a sentar en la terraza, a ver el atardecer.

Así nos sentamos siempre, mi sombra y yo.

A veces me da rabia la posición perfecta de las nubes, sobre todo cuando estoy sola en la casa y no puedo avisar a nadie para que venga a disfrutarlas conmigo.

Me da tambien rabia cuando camino por la calle, veo un cielo bonito y nadie se para a mirarlo. Por eso suelo hacerle una foto que nunca hace justicia, y me la llevo en el bolsillo, como testigo silente de lo que se me ha puesto frente a los ojos.

Últimamente me encuentro a mí misma riéndo entre dientes frente a la posibilidad de que alguien se entere de por donde van mis derroteros. Alguien que me mire, me ponga la mano en el hombro y diga «Pobrecita mía, tan desperdiciada»

De toda la promoción de mentes pensantes, entre las que yo de vez en cuando (pero sólo en clases de literatura) podía decir algo coherente. Y ahora he perdido los papeles de la poesía soñando con volverme más rica.

Pobre de mí, qué será de mis manos nacidas para escribir con tiza en encerado lo que cada noche debería repasar en mis apuntes.

Pobre de mí, que seguramente acabaré con las manos llenas de barro, aceite, barniz y jabón de lavar, con las venas resaltadas y arrugas prematuras. Y pensar que esta chiquilla podría haber estudiado, podría haber sido egoista, podría haber sido jaleada e infeliz…

Por eso igual me he ido a otro país. Para leer mis libros por la noche cuando no me ve casi nadie, para jugar a ser la ignorante, la echada a perder delante de los ojos de la gente, y que no sea raro en este fin del mundo. En este fin del mundo en el que yo puedo ser lo que quiera: lectora, ama de casa, compañera, agricultora, deportista, escritora, vendedora, experta en teclear en el ordenador.

En este fin del mundo donde mis prioridades han cambiado tanto y siguen cambiando. Donde no me importa haber crecido, vivir en el pasado.

Donde no me comparo, y los ecos de familiares y amigos, las posibles teorías con las que yo podría ser juzgada, son humo que se disuelve con el viento de mi terraza.

Los turistas

Estoy recordando el comienzo de un poema sin ser capaz de continuar los dos primeros versos mientras camino por una dársena, que no es ni más ni menos que el punto de Messina desde el que veo la tierra prometida que llamo Calabria (quién nos habrá mandado cruzar el charco).

Con un culo del mundo ya he tenido suficiente. Aspiramos a ahorrar dinero para pagarnos ese viaje a una Viena o un París, a un Oslo o un Milán que nos de la excusa para exclamar «Oh, vaya, cuánto orden, mira qué bien se está, qué limpias están las calles, qué civilización más ordenada». Es la que nos da un poco el aire cuando necesitamos salir de la isla que no es isla pero es pico de península de diez mundos distintos. Las vacaciones se crearon para ver los sitios opuestos y paralelos al lugar donde haces crecer tus raíces y transformarte en una esponja de las modas, las ideas y las corrientes entre calles durante los días que estas fuera de tu pequeño centro neurálgico.

Y sin embargo esta vez tuvimos que bajar a una Calabria con otro nombre que ha convertido sus playas en puertos y toda esperanza esta puesta en el ir y venir de los barcos que conectan la desolación al camino hacia el Norte de Italia. No puedo evitar sentirme estafada. Este viaje no es un viaje, es una bofetada doble, esto ya lo conoces, aquí no te podrás empapar de nada porque hacemos lo mismo que tu haces en tu pueblo perdido, tenemos la misma pobreza, la misma falta de iniciativa, cocinamos igual de frito y salado. La única diferencia es que en la isla el agua del grifo sale especialmente salada. Así que volverás con el estómago lleno de fritura y el pelo con la permanente salina de haber metido los dedos en un enchufe.

En cualquier caso todo forma parte del síndrome del viajero, el querer salir de casa para reencontrarse con la sensación de girar la llave de la puerta conocida al volver.  El mirar por encima del hombro los grandes núcleos, las metrópolis, fascinados como si nunca antes hubiéramos salido del pedazo de tierra que sentimos como nuestro, aireándonos con las diferencias y las innovaciones que nunca veremos asomarse al balcón de nuestra terraza. Y aún así tirar de la carreta con orgullo, al final del itinerario, con un «Sí, sí, pero qué saben ellos del mar, de la montaña, si desde esta ciudad ni siquiera se ve el cielo» y volviéndonos siempre más ciegos, más acorazados (más enamorados, tambien, de nuestras elecciones y nuestro presente). Vislumbrados, por un lado, ante la posibilidad del cambio de horizonte con la conclusión tranquilizante de adorar cada vez más el pueblo de costumbres y nuestra vida provinciana en otra parte.

Hay dos tipos de viajeros. Los trotamundos y los turistas. Los primeros no tienen casa, sus billetes son de ida. No conocen la sensación de volver. Los segundos viajan para saborearla, para ir a la plaza a jugar a la pelota y volver cansados por la noche, diciendo «lo hemos pasado bien, pero como en casa no se está en ningun sitio»

El mecánico de Messina

Hay algo que adoro del sur de Italia y de su retrógrado encanto. Ellos lo llaman mestieri y viene a ser el oficio con semántica ampliada a ocupación, empleo, competencia, pero tambien función y cometido. De estas dos últimas se rescata el empleo que uno aprende/aprehende y lo lleva a cabo durante toda su vida con dedicación y pasión. Vivir en terronia es vivir en el pasado, en un tiempo donde tu trabajo sí te definía, al menos en parte, y la pregunta ¿qué haces con tu vida? era líciita en cualquier caso.

Esta entrada es una de una serie a la que llamaré mestieri e parole, (jugando con el título de una canción de Battisti) porque no hay otra palabra que recoja mejor el significado pleno.

Acabo de conocer al mecánico de Messina un lunes lluvioso a las nueve de la mañana. Es un mecánico feliz, simpático, apasionado de su trabajo. Su verborrea siciliana interactúa con el acento calabrés de mi marido. Ayer decidimos volvernos marido y mujer, en el estrecho que separa nuestra Calabria de su Sicilia, a modo de juego de niños y con la intención de evitar miradas extrañas de dos que viajan juntos en los años setenta de aquí abajo. Es una verdad universal que en toda terronia* estamos aún en el siglo veinte, y el nuevo milenio lo marca la frontera con el Lazio. De Roma para abajo, todo el monte es pizzeta, albóndigas, frituras, patatas con pimientos y orégano. Así que simplificábamos las explicaciones con don y doña. Como cuando me llaman al interfono y a pesar de conservar mi apellido me llaman señora. Mi neomarido me presenta como sua moglie y le viene tan natural y espontáneo que a mi me da la risa y un nudo en el estómago. No me disgusta que sea así los próximos setenta años.

La oficina del mecánico es un agujerito a diez grados con un crucifico perdido en una parez blanca. El pobre Jesús se ve acompañado a ambos lados por dos calendarios con chicas en bikini con las cejas depiladas. A las ragazze las llamo Gestas y Dimas con toda mi blasfema imaginación. El ladrón malo y el bueno reconvertidos en calendarios de mal gusto en el evangelio torquemada. No me hubiera extrañado si los anuarios fueran del año 1986.

El mecánico radiante explota toda su acogedora actuación explicándonos la procedura medio en siciliano medio en italiano, invitándonos a un café taquicárdico que rechazo amablemente. A mi marido le sirve al azúcar con su mano ennegrecida, y en vez de darle una cucharilla para remover, se toma la molestia de hacerlo él mismo, mientras mi marido sostiene la taza. La preparación conjunta me convierte en una voyeur atacando la intimidad mecánico-cliente, así que miro hacia otro lado temiéndo que su hospitalidad excesiva lo arrastre hasta el bed&breakfast y me lo encuentre esta noche arropando a mi recién estrenado cónyuge. Un padre Pio nos vigila a todos desde la pared contraria, dando su protección a todos los negocios de la trilogía Calabria-Sicilia-Campania como un Vito Corleone vestido con sotana. Me he acostumbrado tanto a las estampitas y posters de este señor en cada tienda y cada casa, que dentro de poco me compraré mi copia de padre Pío y lo colocaré en la puerta de la nevera, y empezaré yo tambien a darle los buenos días y las buenas noches.

Lo curioso es que esta Sicilia se presenta más organizada que mi Calabria a pesar de la presencia invisible y tangible de una mano encima de cada cosa, y de repente mi casa en Cutrone es la verdadera isla y la Sicilia es la explotación del encanto de la decadencia explotada en pos de alemanes y japoneses distraídos para mirarla tal y como es.

El mecánico nos dió una lección de lo suyo y yo mientras observaba sus gafas de vista cansada llenas de mugre y de dedos, con ganas de limpiarselas antes de que meteria mano al motor de nuestro coche. Con dos sudaderas y un mono de repsol lo percibí como alguien mucho más fiable, como si un mono de trabajo naranja te diera la profesionalidad necesaria para arreglar el coche y no dejar por equivocación una bomba que nos hiciera saltar por los aires en el peñón de mi imaginación nublada por las pelis de El Padrino.

El mecánico risueño nos tranquilizó con tecnicismos en dialecto y su curriculum de hacer su trabajo desde que era adolescente, y una vez más pensé en la maravilla de vivir aún en los años ochenta, donde el multitasking es una palabra que aún no se ha inventado y cada uno es propietario y protector de su mestiere, que aprende cuando aún no ha acabado la escuela elemental y se lleva toda la vida consigo, como un fardo que lo define con orgullo y años de experiencia.

*Terronia: palabra inventada derivada del apelativo coloquial y despreciativo con el que los italianos del norte llaman a los habitantes del sur: «terroni«. Los terrones son los agricultores, los explotados antiguamente en los latifundios para trabajar la tierra. Terroni: della terra. A mí me parece el despreciativo más bonito que existe, una medalla que llevar con orgullo. La tierra y su cultivo es el oro del futuro, y aquí abajo somos ricos y comemos naranjas.